El día miércoles santo por la tarde, luego de un encuentro fraterno de los sacerdotes en los salones de la iglesia catedral de Santa Florentina, y de la adoración al Santísimo Sacramento, tuvo lugar la celebración de la Santa Misa Crismal, presidida por S.E. Mons. Oscar Sarlinga, Obispo diocesano, y concelebrada por 70 sacerdotes, a la que asistieron numerosos diáconos y los seminaristas del Seminario «San Pedro y San Pablo».
El Obispo inició su homilía saludando a los presentes con saludo con las palabras del apóstol Pablo, «pues los llevo en mi corazón» (Flp 1, 7), dijo. A continuación mencionó que, “(…) misteriosamente, se reactualiza en los sacerdotes, hoy, la Gracia del Jueves Santo, de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio. El sacerdote da lo que tiene, a Jesús, el Señor, porque, en efecto, como afirma el Concilio, “(…) al sacerdote se le pide a Cristo. Y de él tiene derecho a esperarlo, ante todo mediante el anuncio de la palabra. Los presbíteros, enseña el Concilio, tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios”(1) .
Luego invitó a los sacerdotes a “recordar, con el corazón, el día de su ordenación, y todo lo que pusieron a disposición de Jesucristo en esa donación que hicieron de sí mismos”. Mencionó que quizá algunas cosas que ocurrieron en la vida sacerdotal pudieron no ser cómo se habían esperado, que tal vez se sufrieron momentos de dolor, desorientación o de pérdida del experimentar cómo Dios actuaba efectivamente a través del ministerio, pero que todo esto, “ya sea porque Dios lo quiso, por una razón misteriosa, o porque lo permitió, pasó a ser para nostros «historia sagrada»” y que además no quitaba un ápice de lo que Jesucristo siempre obró, efectivamente, a través de nuestro ministerio”. A continuación dijo que el sacerdote es hombre «de Dios» y «para Dios», tomado por Él «de entre los hombres» para el servicio de «Su pueblo». Hizo alusión después a que nuestro sacerdocio ministerial “(…) debe estar profundamente vinculado a la oración, radicado en la oración. La oración hace al sacerdote y el sacerdote se hace a través de la oración. Sólo podrá darlo en la medida en que el Señor Jesús viva en él por una vida de oración intensa, seria y responsable que lo lleve a la amistad con Él, a vivir arraigado inquebrantablemente en Él, porque nadie da lo que no tiene y que el primer campo de apostolado somos nosotros mismos”.
{mosimage}Pasó seguidamente a explicar que, como sacerdotes, hemos de dejarnos «enseñar por el Espíritu», porque así lo dice la Escritura: “El Espíritu Santo os lo enseñará todo” (cf Jn 14, 26), y que Él consumará la obra en nosotros, como lo afirma San Pablo (2). De resultas de lo cual, Mons. Sarlinga hizo una invitación a los sacerdotes: “Los invito a mirar, en comunión con toda la Iglesia, al Espíritu del Señor, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104, 30), puesto que los desafíos pastorales son muchos, y no podemos estar al altura de los desafíos de la evangelización en este tercer Milenio si no es por el Espíritu Santo, con una verdadera conversión pastoral. Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria viviente de la Iglesia, en su tradición viviente, que es la realización de la tradición apostólica en nosotros, como «embajadores de Cristo», que somos, según san Pablo (2 Cor. 5,20)” Siguiendo con la frase de la Escritura, a saber, que «El Espíritu Santo os lo enseñará todo» (cf. Jn 14, 26), refirió que “(…) muchas veces me han oído afirmar, quizá, que el primero y principal tratado viviente de Eclesiología es el Libro de los Hechos de los Apóstoles.
Viendo así a la comunidad apostólica primigenia, veamos también que en esta situación, es importante que nos dirijamos con nuestra mente y nuestro corazón al Cenáculo, para revivir el misterio de Pentecostés (cf. Hch 2, 1-11) y para permitir que el Espíritu de Dios nos lo enseñe todo, poniéndonos en una actitud de docilidad y humildad a su escucha, a fin de aprender la «sabiduría del corazón» (Sal 90, 12) que sostiene y alimenta nuestra vida”. Dijo después que dicha docilidad era necesaria por la Ley de la Encarnación y de la libertad del hombre, que Dios mismo había dispuesto.
Porque “(…) lo que sucedió entonces sigue aconteciendo en la comunidad cristiana de hoy. Gracias a la acción de Aquel que es, en el corazón de la Iglesia, la «memoria viva» de Cristo (cf. Jn 14, 26), el misterio pascual de Jesús nos llega y nos transforma. El Espíritu Santo es quien, a través de los signos visibles, audibles y tangibles de los sacramentos, nos permite ver, escuchar y tocar la humanidad glorificada del Resucitado”.
{mosimage}La última parte de su homilía consistió en la exhortación “(…) a reavivar en nosotros, junto con las promesas sacerdotales, los dones del Espíritu”. Estos dones, dijo, citando al Catecismo de la Iglesia Católica, “(…) pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David. Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas” (3).
Se refirió después el Obispo a “(…) la alegría radiante del Rostro de Cristo que ha de manifestarse en el sacerdote, a imagen del Buen Pastor, alegría interior que se da incluso cuando podamos vernos sometidos a la noche del dolor”. Dijo a continuación que “(…) a veces se vive un sacerdocio con fatiga (que no es lo mismo que el «buen cansancio» por el apostolado o, con agrietad, a la manera del triste rostro del abstemio que no ha bebido del «vino nuevo» de la Pascua de Jesucristo”. Pidió a los sacerdotes vivir “la «sobria embriaguez» del Espíritu” y los invitó en especial en la Misa crismal a pedir el don de la piedad y de la clemencia. Dijo también que, junto con una gran falta de misericordia, el mundo adolecía en especial de la piedad, y lamentó que esta palabra haya derivado en el significado de «lástima» cuando en realidad tiene que ver con el cuarto mandamiento, el honrar al padre y a la madre, a aquéllos a quienes estamos encomendados en la fe, a las instituciones que poseen el cometido fundamental de velar por el bien común y por instaurarlo en la sociedad, y viceversa, que también dice relación a la honra y el cuidado que han de tener los superiores por aquéllos que les han sido encomendados, cumpliendo su deber con alegría, como un muy buen padre de familia.
{mosimage}Dijo que “el don de la piedad sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. Clamar ¡Abba, Padre! extingue en el corazón aquellos focos infecciosos de tensión y de dolorosa división, como son la amargura, la ira incubada, la impaciencia, y que alimenta, en cambio, ese corazón nuestro con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón y por consiguiente de fraterna unidad de las almas”.
Culminó suplicando sobre todos la intercesión piadosa de la Virgen María, como «Madre de la Iglesia», Madre amorosa de la Iglesia, y recordó que ese título le fue conferido a la Ssma. Virgen por S.S. Pablo VI en 1967.
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1.CONC. ECUM. VAT. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4.
2.«Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy; firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1, 3-6).
3. CEC 1831.
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