lunes, 25 de abril de 2011

MENSAJE PASCUAL 2011 DE MONS. OSCAR SARLINGA

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Pascua 2011 en el Hogar de la Paz y la Alegría de las Hnas. de la Madre Teresa de Calcuta

Transmitido en el Hogar de la Paz y la Alegría, de las Misioneras de la Caridad (de las Hermanas de la Madre Teresa de Calcuta) en Zárate, el Domingo de Pascua 2011.

Queridos hermanos y hermanas, en especial queridas hermanas Misioneras de la Caridad:

Luego de haber bendecido en las celebraciones de ayer, en la Vigilia, el “Fuego nuevo”, el agua lustral, y de haber esperado gozosamente este día glorioso del Domingo de Resurrección con nuestros ojos puestos en el Rostro de Cristo, les expreso de corazón a todos ustedes el augurio pascual, con palabras de San Agustín: “Resurrectio Domini, spes nostra – la resurrección del Señor es nuestra esperanza”(1), y lo es porque el mismo Señor constituye nuestro “centro”, nuestra “finalidad”, nuestra alegría y plenitud:“(…) el Verbo de Dios, por medio del cual todo ha sido creado, se hizo Él mismo carne, hombre perfecto, para obrar la salvación de todos (…). El Señor es la finalidad de la historia humana, «el punto central de los deseos de la historia y de la civilización», el centro del género humano, la alegría de cada corazón, la plenitud de sus aspiraciones”(2).

Por difíciles que sean las situaciones que en nuestra vida la Providencia quiera o permita que vivamos, ¡nunca desesperemos!, Jesucristo ha resucitado, en la historia de los hombres, pero trascendiendo infinitamente la historia, para darnos luminosa esperanza, la que no defrauda(3), pues, como nos lo ha dicho hoy el Santo Padre Benedicto XVI en su Mensaje Urbi et Orbi, la resurrección de Cristo “(…) es un acontecimiento que sobrepasa ciertamente la historia, pero que sucede en un momento preciso de la historia dejando en ella una huella indeleble. La luz que deslumbró a los guardias encargados de vigilar el sepulcro de Jesús ha atravesado el tiempo y el espacio(4).

La luz que deslumbró a los guardias atravesó el tiempo y el espacio. Muchos nos han precedido en este gozoso anuncio, que fue dado por primera vez a las mujeres que buscaban al Crucificado, a las que el Ángel indicó que Él, Resucitado de entre los muertos, “se adelantaría, los precedería en Galilea”(Cf Mt 28,5), porque Jesús siempre nos precede, y nos transmite lo que escuchó del Padre y nos ha dado a conocer a través de la Iglesia, de su enseñanza, de su amor, en plena fidelidad y con la permanente “novedad” del cristianismo, de modo que, como afirmara Juan Pablo II: “(…) en la historia de la Iglesia, « lo viejo » y «lo nuevo» están siempre profundamente relacionados entre sí. Lo « nuevo » brota de lo « viejo » y lo « viejo » encuentra en lo «nuevo» una expresión más plena”.  Lo que tenía en vista el Papa era “(…) la preparación de la nueva primavera de vida Cristiana” que debería manifestar el Gran Jubileo, “ (…) si los cristianos son dóciles a la acción del Espíritu Santo”(5).

Pongamos atención a esto, “la docilidad a la acción del Espíritu Santo” es condición fundamental; razón por la cual, para obtener docilidad hemos de mirar a Cristo resucitado, a su Rostro, y no a cualquier otro rostro, pues, como también lo anunciara el mismo Juan Pablo II en Tertio Millenio adveniente, “(…) la Iglesia mira ahora a Cristo resucitado (…) En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. La Iglesia, animada por esta experiencia, retoma hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él « es el mismo ayer, hoy y siempre » (Hb 13,8)(6).

Queridos hermanos, mantengamos viviente el don de la fe, la cual es, por un lado un don, un regalo divino, y por otro lado constituye, de nuestra parte, una respuesta, pues “(…) a Dios que nos da la revelación, le debemos la obediencia de la fe, la plena adhesión de la inteligencia y de la voluntad…” nos dice el Concilio Vaticano II(7). A la vez, transmitir la fe en el Resucitado es tarea, misión, de la Iglesia, en una “nueva evangelización”, con el realismo de la esperanza, con la conciencia de la existencia de mucho sufrimiento en el mundo, de la realidad de la miseria de muchos hermanos, de la persecución por causa la fe en Cristo en tantos países, y de tantas cosas más. Esto dicho, también con Juan Pablo II, quien confiaba en que al acercarse el tercer milenio, Dios estaba –misteriosamente- preparando una gran primavera cristiana(8), queremos hoy reafirmar nuestra esperanza en que nuestro Buen Pastor Resucitado nos guiará siempre, en todas las circunstancias históricas, teniéndonos fuerte de la mano, si somos dóciles al Espíritu. La próxima beatificación de S.S. Juan Pablo II, el Domingo de la Divina Misericordia (ocasión en que adheriremos en nuestra diócesis con distintos actos y celebraciones) sera ya, también en el Misterio de Dios, un signo de primavera, entre tantos otros que vivimos y que quizá no siempre discernimos vívidamente.

El Bautismo hace de todos nosotros un pueblo Santo, nos hace hijos de Dios y miembros de la Iglesia, la cual nos llama en este tiempo a la nueva evangelización y a la construcción de un «nuevo humanismo cristiano, integral y solidario», un humanismo a la altura del designio de amor de Dios sobre la historia, trascendente y no “naturalista” o meramente intrahistórico, humanismo que no es otra cosa que la realización de «la civilización del amor» a la que nos han llamado Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ojalá que en esta Pascua, y en la cercanía del acontecimiento que será el primer Congreso Nacional de Doctrina social de la Iglesia, lo asumamos, porque  “(…) la Iglesia (…) tiene la intención de proponer a todos los hombres «un humanismo a la altura del designio de amor de Dios sobre la historia, un humanismo integral y solidario». Tal humanismo puede ser realizado si cada uno de los hombres y mujeres (…) sean en verdad seres humanos nuevos y artífices de una nueva humanidad, con la necesaria ayuda de la gracia divina”(9). La primacía de la Gracia será nuestra luz. La Santísima Virgen María nos guíe y acompañe en esta misión.

+Oscar Sarlinga


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(1) San Agustín, Sermo 261, 1.
(2) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45.
(3) Cf San Agustín, Sermo 261, 1.
(4) Benedicto XVI, Mensaje Urbi et Orbi de Su Santidad en la Pascua 2011.
(5) Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio Millenio adveniente, al Episcopado, al Clero y a los Fieles como preparación del Jubileo del Año 2000, III: La preparación del Gran Jubileo, Ciudad del Vaticano, 10 de noviembre del año 1994.
(6) Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Millenio ineunte, al concluir el Gran Jubileo del Año 2000, “Rostro del Resucitado”, n. 28.
(7) Cf Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 5.
(8) Cf Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, n. 86.
(9) Pontificio Consejo “Iustitia et Pax”, Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, Introducción, 19, p. 9.

lunes, 18 de abril de 2011

MONS. OSCAR SARLINGA DA INICIO A LA SEMANA SANTA 2011.

LA PARROQUIA DE "NUESTRA SEÑORA DEL PILAR" (PILAR, DIÓCESIS DE ZÁRATE-CAMPANA) FUE SEDE DEL INICIO DE LAS CELEBRACIONES DE SEMANA SANTA 2011

La noticia puede consultarse también en: aica y en: padrenuestro.net

El Domingo de Ramos, la comunidad de la Parroquia de Nuestra Señora del Pilar, en la ciudad de Pilar, recibió con alegría la visita pastoral de nuestro Obispo Mons. Oscar Sarlinga, quien llegó a nuestra ciudad para presidir la ceremonia central del día con el que comenzamos a vivir la Semana Santa de 2011.
La concurrencia de fieles laicos a la celebración fue verdaderamente multitudinaria, al punto que se ubicaron en toda la cuadra al frente de la parroquia, y su presencia llegaba hasta casi la mitad de la plaza central.

viernes, 15 de abril de 2011

REFLEXIONES SOBRE LA LIBERTAD Y LA DIGNIDAD HUMANA ANTE LA CERCANÍA DE LA SEMANA SANTA

Jesucristo ofrecido por la salvación del ser humano y por su dignidad

Pienso que es razonable afirmar que la cuestión fundamental ahora, como siempre, pero más que nunca ante el “cambio epocal que estamos viviendo, es el reconocimiento y respeto irrestricto a la dignidad de la persona humana, cuestión que, por lo dicho, no es ajena al reconocimiento del misterio de Dios presente en el mundo y al respeto del mandamiento nuevo del amor. Es decir, lo que está en juego siempre en una época de grandes y vertiginosas transformaciones es lo esencial, no lo accidental. Y como lo demuestra toda la historia de la cultura, cuando el pensamiento vuelve a la pregunta por el origen, a la pregunta por el fundamento, sus frutos son de una actualidad y potencia que se proyectan por siglos. Esto es lo que ha hecho la siempre vigente constitución pastoral Gaudium et spes con su centramiento en la antropología teológica, cuyos presupuestos están en la base también de todas las consideraciones más específicas de su segunda parte, acerca de la familia, de la cultura, del orden económico y político, y de las relaciones internacionales.
Conviene, pues, detenerse un poco en los lineamientos ánthropo-theológicos (escribámoslo así, para mejor dar a manifestar el origen de las palabras) de la Constitución conciliar.
Ella arranca de las tradicionales preguntas antropológicas (o ánthropo-lógicas) presentes de mil formas diversas en todas las culturas: «¿Qué es el hombre? ¿Cuál el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tan grandes progresos, subsisten todavía? ¿Para qué aquellas victorias, obtenidas a tan caro precio? ¿Qué puede el hombre dar a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué vendrá detrás de esta vida terrestre?»[1]. 
Por ello se esfuerza en descubrir lo que ocurre al interior del corazón humano, sus anhelos y debilidades. Así, tras enunciar algunos de los bienes sociales que busca el hombre actual, señala la necesidad de una vida plena y libre: “(…) tras todas estas exigencias se oculta una aspiración más profunda y universal: el individuo y el grupo tienen hambre de una vida plena y libre, digna del hombre, dispuestos a someter a su propio servicio todo lo que el mundo de hoy les puede ofrecer en tan gran abundancia”[2].
¿Pero cómo se puede afirmar que el anhelo más profundo del corazón humano es poder desarrollar en plenitud una vida digna del hombre, si se tiene en cuenta la experiencia trágica del siglo XX con sus totalitarismos de aparente diverso signo –pero siempre de igual signo fratricida, siglo de guerras, de la abominable Shoah, de la demencia asesina nazi, del exterminio de millones y millones de campesinos y disidentes en ámbito soviético, de los mártires cristianos –católicos, protestantes, anglicanos, ortodoxos- a punto que la Iglesia reactualizó las glorias de un nutrido martirologio…. No se puede olvidar que la afirmación acerca de la dignidad humana fue puesta en duda en su mismo fundamento por los experimentos de totalitarismo que han desgarrado nuestra historia contemporánea. La conciencia moral humana experimentó un inmenso estremecimiento después de Auschwitz –y otros horrendos campos de la muerte de ese género- y de Hiroshima, y también de las deletéreas consecuencias de la extensión por la fuerza del materialismo histórico, y desde entonces, nunca será la misma de antes.
Estas experiencias mostraron que los medios más racionales de que dispone el hombre, los medios tecnológicos, no aseguran que la finalidad a la que sirven sea igualmente racional, llegando al extremo de poder producir una destrucción premeditada y en gran escala de la vida humana. Por ello, Gaudium et spes, junto con afirmar que el anhelo más profundo del hombre es vivir dignamente en conformidad a su natura, señala también que el desequilibrio fundamental está en el corazón del ser humano. La «capacidad de desear» muestra que está llamado a una vida superior; sufre una división dentro de sí mismo de la que derivan las discordias[3].
La plenitud de vida está ligada así indisolublemente a la libertad humana y a su capacidad de discernir entre aquello que corresponde a su naturaleza y aquello que lo desvía de su destino y finalidad. Por ello, la tradición antropológica de la Iglesia ha planteado de forma reiterada y constante que la pregunta acerca de qué se es libre no puede contestarse sin plantearse al mismo tiempo el para qué se es libre, es decir, la finalidad o sentido de la dignidad del hombre. El conocer y comprender la finalidad de la existencia es, ciertamente, una capacidad que debe presuponerse en la condición humana en cuanto constituye una realidad única y distinta con relación a todos los otros seres existentes. Pero no es sólo una precondición, sino también el dinamismo que permite el desarrollo de esa misma capacidad y que corresponde a la realización propia de ella. Puede interpretarse el conflicto interior del hombre precisamente como la conciencia de tener una libertad a su disposición que no sabe, sin embargo, para qué usarla ni qué sentido tiene, o bien, como la certeza de haber extraviado la libertad en un objetivo indigno de la dignidad del hombre, que lejos de incrementar esta capacidad de elegir, se vuelve contra ella sometiéndolo a la esclavitud.
La realidad del pecado no se puede disociar, en consecuencia, de la condición libre de la vida humana. El hombre quiso construir su propio fin fuera de Dios, y, negando a Éste como su principio de vida y su ordenación final, trastornó todo el orden creado, y el programa amoroso y perfecto de Dios. El que exista el pecado, como vemos, supone y presupone la libertad del hombre de trastocar el orden querido por Dios, supone la posibilidad de un abuso, que de hecho ocurrió por instigación del maligno[4]. Como se ve, el pecado es una forma de incomprensión de la natura de la libertad humana. Ésta puede ser repuesta en el «estado de justicia» si se deja orientar por la verdad como su fin propio. La libertad no puede verse, en consecuencia, como un atributo de la condición humana cuyo sentido y orientación han quedado indeterminados y el hombre puede determinarlos a voluntad, sino desde el plan del Creador, como el modo específico de participar en la vocación al amor. Como ha señalado el Papa Juan Pablo II: «Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor»[5].

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[1] CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 10.
[2] CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 9.
[3]“(…) los desequilibrios que aquejan al mundo de hoy están estrechamente relacionados con aquel otro desequilibrio más fundamental, que tiene sus raíces en el corazón del hombre, pues es en el hombre mismo donde muchos elementos están en lucha. Mientras por un lado, como creatura que es, experimenta una múltiple limitación, por otro lado el sentimiento de su capacidad de desear le muestra que es un ser ilimitado y que está llamado a una vida superior. Atraído por tantas solicitaciones, se ve obligado a hacer una continua elección entre ellas y a renunciar a muchas posibilidades. Más aún, débil y pecador no es raro que haga lo que no quiere y que no haga lo que quisiera hacer. Por consiguiente, sufre una división dentro de sí mismo, de la que también dimanan tantas y tan graves discordias en la sociedad” (CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 10).
[4] “Pero el hombre, constituido por Dios en un estado de justicia desde el mismo comienzo de su historia, abusó, sin embargo, de su libertad por persuasión del Maligno, alzándose contra Dios y pretendiendo conseguir su fin fuera de Dios (...) Al negarse a reconocer a Dios como su principio, transtornó, además, su debida ordenación a un fin último y, al mismo tiempo, dañó todo el programa trazado para sus relaciones consigo mismo, con todos los hombres y con toda la creación” (CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 13).
[5] Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio, (22 de diciembre de 1981) in AAS 73 (1981) 81-191, n. 11.