Jesucristo ofrecido por la salvación del ser humano y por su dignidad |
Pienso que es razonable afirmar que la cuestión fundamental ahora, como siempre, pero más que nunca ante el “cambio epocal que estamos viviendo, es el reconocimiento y respeto irrestricto a la dignidad de la persona humana, cuestión que, por lo dicho, no es ajena al reconocimiento del misterio de Dios presente en el mundo y al respeto del mandamiento nuevo del amor. Es decir, lo que está en juego siempre en una época de grandes y vertiginosas transformaciones es lo esencial, no lo accidental. Y como lo demuestra toda la historia de la cultura, cuando el pensamiento vuelve a la pregunta por el origen, a la pregunta por el fundamento, sus frutos son de una actualidad y potencia que se proyectan por siglos. Esto es lo que ha hecho la siempre vigente constitución pastoral Gaudium et spes con su centramiento en la antropología teológica, cuyos presupuestos están en la base también de todas las consideraciones más específicas de su segunda parte, acerca de la familia, de la cultura, del orden económico y político, y de las relaciones internacionales.
Conviene, pues, detenerse un poco en los lineamientos ánthropo-theológicos (escribámoslo así, para mejor dar a manifestar el origen de las palabras) de la Constitución conciliar.
Ella arranca de las tradicionales preguntas antropológicas (o ánthropo-lógicas) presentes de mil formas diversas en todas las culturas: «¿Qué es el hombre? ¿Cuál el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tan grandes progresos, subsisten todavía? ¿Para qué aquellas victorias, obtenidas a tan caro precio? ¿Qué puede el hombre dar a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué vendrá detrás de esta vida terrestre?»[1].
Por ello se esfuerza en descubrir lo que ocurre al interior del corazón humano, sus anhelos y debilidades. Así, tras enunciar algunos de los bienes sociales que busca el hombre actual, señala la necesidad de una vida plena y libre: “(…) tras todas estas exigencias se oculta una aspiración más profunda y universal: el individuo y el grupo tienen hambre de una vida plena y libre, digna del hombre, dispuestos a someter a su propio servicio todo lo que el mundo de hoy les puede ofrecer en tan gran abundancia”[2].
¿Pero cómo se puede afirmar que el anhelo más profundo del corazón humano es poder desarrollar en plenitud una vida digna del hombre, si se tiene en cuenta la experiencia trágica del siglo XX con sus totalitarismos de aparente diverso signo –pero siempre de igual signo fratricida, siglo de guerras, de la abominable Shoah, de la demencia asesina nazi, del exterminio de millones y millones de campesinos y disidentes en ámbito soviético, de los mártires cristianos –católicos, protestantes, anglicanos, ortodoxos- a punto que la Iglesia reactualizó las glorias de un nutrido martirologio…. No se puede olvidar que la afirmación acerca de la dignidad humana fue puesta en duda en su mismo fundamento por los experimentos de totalitarismo que han desgarrado nuestra historia contemporánea. La conciencia moral humana experimentó un inmenso estremecimiento después de Auschwitz –y otros horrendos campos de la muerte de ese género- y de Hiroshima, y también de las deletéreas consecuencias de la extensión por la fuerza del materialismo histórico, y desde entonces, nunca será la misma de antes.
Estas experiencias mostraron que los medios más racionales de que dispone el hombre, los medios tecnológicos, no aseguran que la finalidad a la que sirven sea igualmente racional, llegando al extremo de poder producir una destrucción premeditada y en gran escala de la vida humana. Por ello, Gaudium et spes, junto con afirmar que el anhelo más profundo del hombre es vivir dignamente en conformidad a su natura, señala también que el desequilibrio fundamental está en el corazón del ser humano. La «capacidad de desear» muestra que está llamado a una vida superior; sufre una división dentro de sí mismo de la que derivan las discordias[3].
La plenitud de vida está ligada así indisolublemente a la libertad humana y a su capacidad de discernir entre aquello que corresponde a su naturaleza y aquello que lo desvía de su destino y finalidad. Por ello, la tradición antropológica de la Iglesia ha planteado de forma reiterada y constante que la pregunta acerca de qué se es libre no puede contestarse sin plantearse al mismo tiempo el para qué se es libre, es decir, la finalidad o sentido de la dignidad del hombre. El conocer y comprender la finalidad de la existencia es, ciertamente, una capacidad que debe presuponerse en la condición humana en cuanto constituye una realidad única y distinta con relación a todos los otros seres existentes. Pero no es sólo una precondición, sino también el dinamismo que permite el desarrollo de esa misma capacidad y que corresponde a la realización propia de ella. Puede interpretarse el conflicto interior del hombre precisamente como la conciencia de tener una libertad a su disposición que no sabe, sin embargo, para qué usarla ni qué sentido tiene, o bien, como la certeza de haber extraviado la libertad en un objetivo indigno de la dignidad del hombre, que lejos de incrementar esta capacidad de elegir, se vuelve contra ella sometiéndolo a la esclavitud.
La realidad del pecado no se puede disociar, en consecuencia, de la condición libre de la vida humana. El hombre quiso construir su propio fin fuera de Dios, y, negando a Éste como su principio de vida y su ordenación final, trastornó todo el orden creado, y el programa amoroso y perfecto de Dios. El que exista el pecado, como vemos, supone y presupone la libertad del hombre de trastocar el orden querido por Dios, supone la posibilidad de un abuso, que de hecho ocurrió por instigación del maligno[4]. Como se ve, el pecado es una forma de incomprensión de la natura de la libertad humana. Ésta puede ser repuesta en el «estado de justicia» si se deja orientar por la verdad como su fin propio. La libertad no puede verse, en consecuencia, como un atributo de la condición humana cuyo sentido y orientación han quedado indeterminados y el hombre puede determinarlos a voluntad, sino desde el plan del Creador, como el modo específico de participar en la vocación al amor. Como ha señalado el Papa Juan Pablo II: «Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor»[5].
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[1] CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 10.
[2] CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 9.
[3]“(…) los desequilibrios que aquejan al mundo de hoy están estrechamente relacionados con aquel otro desequilibrio más fundamental, que tiene sus raíces en el corazón del hombre, pues es en el hombre mismo donde muchos elementos están en lucha. Mientras por un lado, como creatura que es, experimenta una múltiple limitación, por otro lado el sentimiento de su capacidad de desear le muestra que es un ser ilimitado y que está llamado a una vida superior. Atraído por tantas solicitaciones, se ve obligado a hacer una continua elección entre ellas y a renunciar a muchas posibilidades. Más aún, débil y pecador no es raro que haga lo que no quiere y que no haga lo que quisiera hacer. Por consiguiente, sufre una división dentro de sí mismo, de la que también dimanan tantas y tan graves discordias en la sociedad” (CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 10).
[4] “Pero el hombre, constituido por Dios en un estado de justicia desde el mismo comienzo de su historia, abusó, sin embargo, de su libertad por persuasión del Maligno, alzándose contra Dios y pretendiendo conseguir su fin fuera de Dios (...) Al negarse a reconocer a Dios como su principio, transtornó, además, su debida ordenación a un fin último y, al mismo tiempo, dañó todo el programa trazado para sus relaciones consigo mismo, con todos los hombres y con toda la creación” (CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 13).
[5] Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio, (22 de diciembre de 1981) in AAS 73 (1981) 81-191, n. 11.
Conviene, pues, detenerse un poco en los lineamientos ánthropo-theológicos (escribámoslo así, para mejor dar a manifestar el origen de las palabras) de la Constitución conciliar.
Ella arranca de las tradicionales preguntas antropológicas (o ánthropo-lógicas) presentes de mil formas diversas en todas las culturas: «¿Qué es el hombre? ¿Cuál el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tan grandes progresos, subsisten todavía? ¿Para qué aquellas victorias, obtenidas a tan caro precio? ¿Qué puede el hombre dar a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué vendrá detrás de esta vida terrestre?»[1].
Por ello se esfuerza en descubrir lo que ocurre al interior del corazón humano, sus anhelos y debilidades. Así, tras enunciar algunos de los bienes sociales que busca el hombre actual, señala la necesidad de una vida plena y libre: “(…) tras todas estas exigencias se oculta una aspiración más profunda y universal: el individuo y el grupo tienen hambre de una vida plena y libre, digna del hombre, dispuestos a someter a su propio servicio todo lo que el mundo de hoy les puede ofrecer en tan gran abundancia”[2].
¿Pero cómo se puede afirmar que el anhelo más profundo del corazón humano es poder desarrollar en plenitud una vida digna del hombre, si se tiene en cuenta la experiencia trágica del siglo XX con sus totalitarismos de aparente diverso signo –pero siempre de igual signo fratricida, siglo de guerras, de la abominable Shoah, de la demencia asesina nazi, del exterminio de millones y millones de campesinos y disidentes en ámbito soviético, de los mártires cristianos –católicos, protestantes, anglicanos, ortodoxos- a punto que la Iglesia reactualizó las glorias de un nutrido martirologio…. No se puede olvidar que la afirmación acerca de la dignidad humana fue puesta en duda en su mismo fundamento por los experimentos de totalitarismo que han desgarrado nuestra historia contemporánea. La conciencia moral humana experimentó un inmenso estremecimiento después de Auschwitz –y otros horrendos campos de la muerte de ese género- y de Hiroshima, y también de las deletéreas consecuencias de la extensión por la fuerza del materialismo histórico, y desde entonces, nunca será la misma de antes.
Estas experiencias mostraron que los medios más racionales de que dispone el hombre, los medios tecnológicos, no aseguran que la finalidad a la que sirven sea igualmente racional, llegando al extremo de poder producir una destrucción premeditada y en gran escala de la vida humana. Por ello, Gaudium et spes, junto con afirmar que el anhelo más profundo del hombre es vivir dignamente en conformidad a su natura, señala también que el desequilibrio fundamental está en el corazón del ser humano. La «capacidad de desear» muestra que está llamado a una vida superior; sufre una división dentro de sí mismo de la que derivan las discordias[3].
La plenitud de vida está ligada así indisolublemente a la libertad humana y a su capacidad de discernir entre aquello que corresponde a su naturaleza y aquello que lo desvía de su destino y finalidad. Por ello, la tradición antropológica de la Iglesia ha planteado de forma reiterada y constante que la pregunta acerca de qué se es libre no puede contestarse sin plantearse al mismo tiempo el para qué se es libre, es decir, la finalidad o sentido de la dignidad del hombre. El conocer y comprender la finalidad de la existencia es, ciertamente, una capacidad que debe presuponerse en la condición humana en cuanto constituye una realidad única y distinta con relación a todos los otros seres existentes. Pero no es sólo una precondición, sino también el dinamismo que permite el desarrollo de esa misma capacidad y que corresponde a la realización propia de ella. Puede interpretarse el conflicto interior del hombre precisamente como la conciencia de tener una libertad a su disposición que no sabe, sin embargo, para qué usarla ni qué sentido tiene, o bien, como la certeza de haber extraviado la libertad en un objetivo indigno de la dignidad del hombre, que lejos de incrementar esta capacidad de elegir, se vuelve contra ella sometiéndolo a la esclavitud.
La realidad del pecado no se puede disociar, en consecuencia, de la condición libre de la vida humana. El hombre quiso construir su propio fin fuera de Dios, y, negando a Éste como su principio de vida y su ordenación final, trastornó todo el orden creado, y el programa amoroso y perfecto de Dios. El que exista el pecado, como vemos, supone y presupone la libertad del hombre de trastocar el orden querido por Dios, supone la posibilidad de un abuso, que de hecho ocurrió por instigación del maligno[4]. Como se ve, el pecado es una forma de incomprensión de la natura de la libertad humana. Ésta puede ser repuesta en el «estado de justicia» si se deja orientar por la verdad como su fin propio. La libertad no puede verse, en consecuencia, como un atributo de la condición humana cuyo sentido y orientación han quedado indeterminados y el hombre puede determinarlos a voluntad, sino desde el plan del Creador, como el modo específico de participar en la vocación al amor. Como ha señalado el Papa Juan Pablo II: «Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor»[5].
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[1] CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 10.
[2] CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 9.
[3]“(…) los desequilibrios que aquejan al mundo de hoy están estrechamente relacionados con aquel otro desequilibrio más fundamental, que tiene sus raíces en el corazón del hombre, pues es en el hombre mismo donde muchos elementos están en lucha. Mientras por un lado, como creatura que es, experimenta una múltiple limitación, por otro lado el sentimiento de su capacidad de desear le muestra que es un ser ilimitado y que está llamado a una vida superior. Atraído por tantas solicitaciones, se ve obligado a hacer una continua elección entre ellas y a renunciar a muchas posibilidades. Más aún, débil y pecador no es raro que haga lo que no quiere y que no haga lo que quisiera hacer. Por consiguiente, sufre una división dentro de sí mismo, de la que también dimanan tantas y tan graves discordias en la sociedad” (CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 10).
[4] “Pero el hombre, constituido por Dios en un estado de justicia desde el mismo comienzo de su historia, abusó, sin embargo, de su libertad por persuasión del Maligno, alzándose contra Dios y pretendiendo conseguir su fin fuera de Dios (...) Al negarse a reconocer a Dios como su principio, transtornó, además, su debida ordenación a un fin último y, al mismo tiempo, dañó todo el programa trazado para sus relaciones consigo mismo, con todos los hombres y con toda la creación” (CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, op.cit., 13).
[5] Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio, (22 de diciembre de 1981) in AAS 73 (1981) 81-191, n. 11.
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