martes, 4 de agosto de 2015

HOY, MEMORIA DEL SANTO CURA DE ARS: LA ORACIÓN, FUENTE DE TODOS LOS BIENES Y DE TODA LA FELICIDAD

De News.va en Español.

"El demonio hace todo lo posible para que dejemos la oración o la hagamos mal"

Queridos amigos, hoy la Iglesia se alegra celebrando la memoria del patrono de los sacerdotes con cura de almas, San Juan Bautista María Vianney, el santo cura de Ars, que pasó su vida en esta pequeña localidad francesa predicando, confesando, orando, haciendo penitenciay obras de caridad. Son famosas sus luchas con el demonio.

No menos famosos son sus sermones. Les ofrecemos unos fragmentos del sermón sobre la oración:

"Nada más consolador para nosotros que las promesas que Jesucristo nos hace en el Evangelio, al decirnos que todo cuanto pidamos a su Padre en su Nombre, nos será concedido. No contento con esto, no solamente nos permite pedirle lo que deseamos, sino que nos insta a ello, llegando hasta a mandárnoslo.

Así hablaba a sus Apóstoles: «Hasta ahora, no han pedido nada en mi Nombre. Pidan y recibirán, y tendrán una alegría que será perfecta» (Juan 16, 24). Lo cual nos indica que la oración es la fuente de todos los bienes y de toda la felicidad que podemos esperar aquí en la tierra.

Siendo esto así, si nos hallamos tan pobres, tan faltos de luces y de dones de la gracia, es porque no oramos o lo hacemos mal. Digámoslo con pena: muchos ni siquiera saben lo que es orar, y otros sólo sienten repugnancia por un ejercicio tan dulce y consolador para todo buen cristiano.

... La oración es para nuestra alma lo que la lluvia para la tierra. Abonad un campo cuanto os plazca; si falta la lluvia, de nada os servirá cuanto hayáis hecho. …

¿No observamos nosotros mismos cómo, a medida que descuidamos la oración, vamos perdiendo el gusto por las cosas del cielo? No pensamos más que en la tierra; pero, si reanudamos nuestra oración, sentimos renacer también en nosotros el pensamiento y el deseo de las cosas del cielo. Cuando tenemos la dicha de estar en gracia de Dios, o bien recurrimos a la oración, o podemos tener la certeza de no perseverar largo tiempo en el camino del cielo.

En segundo lugar, decimos que todos los pecadores, salvo extraordinario e insólito milagro, se convirtieron por la oración. Mirad lo que hace Santa Mónica para alcanzar la conversión de su hijo Agustín: o bien la hallaréis al pie del crucifijo, orando y llorando; o bien la veréis junto a personas buenas y prudentes para recabar su auxilio y sus oraciones…

Por más que seamos pecadores, si recurrimos a la oración y la practicamos debidamente, podremos estar seguros de que Dios nos ha de perdonar.

No nos extrañe, pues, que el demonio haga todo lo posible para movernos a dejar la oración o a practicarla mal, pues sabe mejor que nosotros cuán temible sea ella al infierno y cómo es imposible que Dios pueda denegarnos lo que le pedimos al orar. ¡Cuántos pecadores saldrían del pecado, si acertasen a recurrir a la oración!

Sin la oración, habremos de perdernos por toda una eternidad, mientras que, con la oración bien hecha, tenemos la seguridad de salvarnos. Los santos estaban de tal manera convencidos de la eficacia de la oración, que, no contentos con dedicarse a ella durante el día, empleaban en tal ejercicio noches enteras. ¿Por qué, pues, sentimos tanta repugnancia por una práctica tan dulce y consoladora? Es porque la hacemos mal, y nunca hemos sentido las delicias que en ella experimentaban los santos...

En efecto, la oración bien hecha es aceite balsámico que se extiende por toda el alma y parece hacernos sentir ya la felicidad de que gozan los bienaventurados en el cielo. Es esto tan cierto, que leemos en la vida de San Francisco de Asís que, estando en oración, caía muchas veces en éxtasis, hasta tal punto que no podía discernir si se hallaba en la tierra, o en el cielo entre los bienaventurados…

-Pero, pensaréis para vosotros mismos, esto sucederá a los que saben orar bien y proferir hermosas palabras.- No es a las largas y bellas oraciones a lo que Dios mira, sino a las que salen del fondo del corazón, con gran reverencia y vehemente deseo de agradarle.

Ved de ello un hermoso ejemplo. Refiérese en la vida de San Buenaventura, gran doctor de la Iglesia, que un religioso muy sencillo le dijo: «Padre mío, ¿creéis que yo, con mi poca instrucción, podré orar y amar a Dios?» San Buenaventura le contestó: «¡Ay!, amigo mío, precisamente los simples y humildes son los que más agradan a Dios y aquellos a quienes Él ama con mayor ternura». "

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