jueves, 16 de enero de 2014

“La violencia es la traición de la religión”

Artículo tomado de: http://vaticaninsider.lastampa.it/

 La Comisión teológica internacional publicó en “La Civiltà Cattolica” el documento “Dios trinidad, unidad entre los hombres”, destinado a favorecer el diálogo entre confesiones

La violencia en el mundo
GIACOMO GALEAZZI
CIUDAD DEL VATICANO

La Iglesia necesita una “constante purificación” en contra de las corrupciones. “Quien cree en Cristo rechaza la violencia, que es una traición de la religión”. Por ello es falso sostener que la naturaleza monoteística del cristianismo favorece la intolerancia y los conflictos con las demás religiones. A cuatro meses del próximo viaje a la Tierra Santa con el que Papa Francisco reafirmará el ecumenismo, la Comisión teológica internacional firmó un documento que favorecerá el diálogo entre las confesiones (“Dios trinidad, unidad de los hombres. El monoteísmo cristiano contra la violencia”), publicado por la revista de los jesuitas, “La Civiltà Cattolica”.

Cinco años de estudio para analizar algunos aspectos del discurso cristiano sobre Dios, afrontando, en particular, la tesis según la cual habría una relación necesaria entre el monoteísmo y la violencia. El prefecto del ex-Santo Oficio, Gerhard Müller, autorizó la publicación del texto.

Las conclusiones del trabajo de los teólogos están llenas de significado y de implicaciones geopolíticas e interreligiosas. Sobre todo, “debe ser reconocido claramente, por todas las comunidades religiosas y por todos los responsables de su custodia, que recurrir a la violencia y al terror es absolutamente (y con toda evidencia) una corrupción de la experiencia religiosa”. El reconocimiento de la contradicción que de esta manera se realiza con el espíritu universal de la religión es una posibilidad concreta en el ámbito de todas las tradiciones históricas.

La traición del espíritu religioso, además, se constata con mayor claridad en las formas de violencia inspiradas por intereses económicos y políticos que se sirven de la instrumentalización de la sensibilidad religiosa de los pueblos. Una instrumentalización parecida a la que pretende la mortificación del testimonio religioso con base en intereses económicos y políticos, presuntuosamente esgrimidos, en beneficio de las masas, en nombre de los más elevados fines humanistas.

Dios es único: no hay otros dioses. “Y Dios es uno en sí mismo: en Él no hay división”, advierte la Comisión teológica internacional. En efecto, “San Pablo estaba ben consciente de ello cuando hablaba de la fuerza de la unidad de los hermanos, entendiéndola como koinonia de los diversos y de sus dones, en la comunión del único Cuerpo del Señor y del único Espíritu que actúa en todos”. Esta unidad, que no puede ser reducida a la abstracta igualdad de identidades separadas, es “símbolo real e impulso eficaz para la cultura humana de los vínculos sociales y para superar la enemistad entre los pueblos”. San Pablo, además, exhortaba a reconocer la pertenencia recíproca, puesto que somos “los unos miembros de los otros”.

Así pues, la religión “de los hombres nunca puede considerarse simplemente a salvo de la tentación de intercambiar la potencia divina con un poder mundano, que al final toma la vía de la violencia”. Los Evangelios recuerdan claramente que esta fue una de las tentaciones que rechazó Jesús. Y también que Cristo pidió explícitamente a sus discípulos que la rechazaran. Por ello, no se puede negar que la misma religión siempre necesita, en sí misma, una constante purificación que permita llevarla nuevamente a su destino más fiel: “la adoración de Dios en espíritu y verdad como principio de reconciliación con Dios y de fraterna convivencia entre los hombres”.

La corrupción de la religión, que la sitúa en una contradicción con su sentido auténtico, es una “amenaza temible para la humanidad del hombre”. Esta posibilidad, “desgraciadamente, permanece actual en todas las épocas”. La confesión de la fe ante el ateísmo militante y ante la violencia religiosa es conducida en nuestros días por el Espíritu en la frontera profética de un nuevo ciclo religioso y humano de los pueblos. El ícono eclesial debe suscitar, por su parte, la imagen de una religión que se ha desprendido (anticipando a la historia) de cualquier superposición instrumental de la soberanidad política y del Señorío de Dios.

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