8 de diciembre de 2012
Año de la Fe
La Inmaculada Concepción, “la llena de Gracia”, Madre del Mesías Salvador
En cumplimiento del espíritu profético de la Virgen María, a saber, “me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1, 39-56), hoy, en la solemnidad de su Inmaculada Concepción, en este Año de la Fe de 2012, queremos manifestar, exclamar, declamar, nuestro amor a Ella, Madre de Dios y de la Iglesia, Madre de cada uno de nosotros. “Bienaventurada” es por siempre, pues el Evangelio, al asegurarnos que la Virgen es Madre de Dios (Cf Lc 1,26ss) nos ofrece la base granítica, a la que no puede rozar sombra de duda, para dar a María el honor debido y la efusión de un sentimiento afectuoso, el cual, como amoroso eco, se resume en el Hijo, en Cristo, Pastor y Obispo de nuestras vidas, Hermano nuestro.
Ella, María, en cuyas manos de Madre ponemos nuestras frágiles vidas, es la “llena de gracia” (Lc 1,28), laKekharitouméne, la cual nos ha dado a Jesucristo, razón por la que cada uno puede ver cuánto el ejemplo de la Virgen, su intercesión, su protección, nos ayudan grandemente, como fieles suyos, a renovarnos interiormente y a reconciliarnos con Dios y con los hermanos, así como a huir del pecado y de sus consecuencias, en especial de la injusticia, presente como “misteriosamente” en todo pecado.
Celebremos hoy, este 8 de diciembre, hay mucho que celebrar, porque la “Inmaculada Concepción”, más que una “advocación”, o “título” de la Virgen, es lo que Ella misma es. La Virgen misma es la Inmaculada Concepción, porque Ella, la Virgen, es la obra maestra de la redención obrada por Cristo. Por la potencia de su amor y de su mediación única y universal, Cristo ha obtenido que la Madre fuera preservada del pecado original; por ello María ha sido totalmente redimida por Cristo, ya antes de ser concebida, en razón de la misión que le reservaba el Padre[1], el ser Madre del Mesías Salvador.
Entre nosotros se realiza también la imagen de la Iglesia como “pueblo mesiánico”
Es verdad que no habría Iglesia sin Cristo, es verdad también que el Cuerpo de Cristo es la Iglesia, su Pueblo. Es la ocasión, por esto, de redescubrir también hoy, nosotros, a la Iglesia como Cuerpo del Salvador, como Pueblo peregrinante de Jesucristo, el Ungido del Padre, nacido de María Virgen.
La Iglesia es pueblo mesiánico[2] porque, con el don recibido, el «sentido de la fe» procedente de la unción del Espíritu, se hace “pueblo profético” que exhorta con amor y con mansedumbre a todos los hombres a la conversión. Nuestra vocación y misión poseen también ese sentido profético. Desde esta perspectiva, la misión es un centro irradiador del “profetismo de la esperanza”, esa esperanza en que todo cuanto ha sido sembrado entre nosotros, en especial en la conmemoración de los 60 años de la convocación del Concilio Vaticano II, sea cultivado y produzca cosecha abundante, conforme a la voluntad de Dios, que da a uno a sembrar, a otro el cosechar (Cf Jn 4,37).
Para dar testimonio de esa índole mesiánica que tenemos como Pueblo, necesitamos esperanza. Me refiero a la esperanza teologal, más que a las meras “expectativas” o “ganas” o “tendencias” con las que a veces nuestras mentes pueden confundirse, al no escapar del todo al subjetivismo, relativismo, o incluso secularismo imperante. La esperanza verdadera es la que “renueva”, porque es Dios mismo quien dijo “Yo hago nuevas todas las cosas”; es Él, con su Gracia, el que tiene el poder de hacernos “nacer de nuevo”, y por eso la esperanza nos hace renacer, y por eso también la enseñanza de la Iglesia reactualiza la palabra que Dios Padre, en el Hijo Jesús (el Verbo) “dice” desde el origen del mundo, y que el Espíritu de Amor reactualiza hoy y hace comprensible, en el tiempo, y en los tiempos nuestros, creaturas históricas, y que podemos hoy resumir en estas tres bíblicas exhortaciones: “escucha”, “recuerda”, “conviértete”. En esto radica la base de la pastoral, de toda pastoral, a través de “la escucha de la fe”, de la catequesis, y de la misión que de allí procede.
La esperanza, queridos hermanos y hermanas, promueve al mismo tiempo una dinámica evangelizadora y promotora de la dignidad humana, de tal modo que hace desarrollar y crecer una interrelación mutua de caridad, de participación, de colaboración, de mutua ayuda, al modo como vemos en la comunidad eclesial del libro de los Hechos (Cf Hech 18,1-4).
Se trata de amar con amor gratuito, como María. Lo que aceptó la Virgen, por excelencia, es la “gratuidad” del Don de Dios. Hay que ser muy humildes para aceptar “gratuidad”. Aceptarla implica estar movidos por el Espíritu, sin sobreestimarnos a nosotros mismos, o creernos los detentores de lo absoluto, del conocimiento, de los poderes, más allá de la entidad que estos “realísticamente” tengan, si es que fueran mirados desde una escala más global. Porque, en el fondo, no hay otro “poder” que valga que el “poder de dar la vida” y esto con obediencia, la obediencia a quien compete prestarla, y una obediencia amorosa, en cierto sentido, “a los hermanos”, se trata de una “interobediencia” una “inter-escucha”.
Por esta “interobediencia” en el amor resulta que en una comunidad cristiana, parroquial, diocesana, u otra, se hace tan importante cultivar la auténtica corrección fraterna[3], para lo cual, primero, hemos de ponernos siempre a la escucha, como María, estar en relación con todos, y en especial con los más pobres, con los pequeños, los sencillos, a la manera como lo refiere San Pablo, es decir, no creyéndonos llenos de sabiduría, “sino con el amor gratuito”(cf 1 Cor 13).
Así como podríamos decir que sobre la Inmaculada Concepción de María fue concebida, por obra del Espíritu, la Cabeza de la Iglesia y en este sentido fue edificada, ya en cierne, la Iglesia, es también con espíritu de edificación como ha de ser comprendida la colaboración y el diálogo, de modo que se sienten las bases en común para ponerse a “edificar” la Iglesia. Ésta es lo que es, Cristo en el mundo, Pueblo de Dios, y a nosotros nos toca ponernos a orar y a trabajar en esta obra, la que es agradable a Dios, la que asciende “con suave fragancia”, como sacrificio, y que a la vez desciende “como bendición” sobre nuestro pueblo, porque, como ha dicho el Señor a través del profeta Jeremías: “Yo encontraré mi gozo en hacerles el bien” (Jer 32,41).
En la Inmaculada Concepción se refleja la Belleza infinita
Por último, hermanos y hermanas, oímos hablar tantas veces de relativismo y secularismo; son desafíos que hemos de asumir en una nueva evangelización. Me referiré sólo a una de las manifestaciones de aquéllos, y quiero decirles que existen tantas “falsas luces” que atraen nuestra atención, nuestra fascinación, tantas falsas bellezas que nos encandilan en este mundo en que ni todo ni mucho es como aparece; pseudo-bellezas que en realidad terminen obscureciendo nuestra mirada, y pueden enceguecernos. Así, podemos enunciar como fatuas, aquellas “falsas bellezas” que, por autorreferentes, no translucen la Belleza del Creador, o bien los espejismos del afán de predominio, de la fascinación del poder por el poder mismo, de la hipocresía que nos deja bellos por fuera (en el mejor de los casos) y feos por dentro, el abuso en ámbito moral e interrelacional (y otros), el mal uso del sexo, el no poner importancia más que en nuestro propio interés por encima del bien común. Todo esto puede atraer –enfermizamente- nuestras potencias y nuestras facultades, pero en el fondo y al final nos dejarán bien encajada en nuestro interior una profunda tristeza, una “nada” interior e incluso un sentimiento de vacío existencial que en nada nos potencia, sino todo lo contrario; no dan para otra cosa.
Pareciera que la contemplación está fuera de moda, “out”. Pero es tan propia del ser humano (porque del Creador salió hecho limpio, y para la adoración, y esto nunca fue destruido) que, si no se da como “viene la mano”, por la vía que corresponde, algo tiene que suplantarla, porque es necesaria, y así la suple, por ejemplo, otra clase de “fascinaciones”, a las que se eleva a “adoración”, pero que sería falsa. En eso consisten todas las idolatrías del corazón. En cambio, la contemplación de la “Toda Hermosa” es una “vía directa”. Nos ayudará en nuestro camino de fe, porque llena de Gracia como es la Virgen, llena del Espíritu, cuya Luz brilla con incomparable esplendor, nos hará participar de ese culmen de donaciones de Dios. La belleza de María nos ayudará a concentrar nuestra mirada y quitarla de las luces fatuas, las cuales por más que nos deslumbren van a terminar obscureciéndonos, haciéndonos seres obscuros u obscurecidos, por lo menos.
Vías, caminos, de oración, esto necesitamos. Desde la oración y en ella, querríamos hoy también proponer la “vía de la belleza” de María, la que Ella tiene como Esposa del Espíritu Santo, como “toda hermosa” (tota pulchra), como ideal supremo de perfección al que ningún artista ha logrado plasmar en plenitud, como “la Mujer revestida de sol” (Ap 12,1), en la cual los rayos purísimos de la belleza humana se conjugan con los rayos luminosos, soberanos, de la belleza sobrenatural.
Que en este día de la Virgen Santísima que la gracia divina esté con ustedes, como nos lo deseó San Pablo: «la gracia esté con todos aquellos que aman a Nuestro Señor Jesucristo con amor inmutable» (Ef. 6, 24)
+Oscar Sarlinga
8 de diciembre de 2012
[1] CF BENEDICTO XVI, Audiencia general, Aula Pablo VI, Ciudad del Vaticano, Miércoles 7 de julio de 2010
[2] Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. Lumen gentium, 9.
[3] Cf CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. Lumen gentium, 37
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