Lunes, 26 de mayo de 2008 Las festividades de la solemnidad del Cuerpo y Sangre del Señor tuvieron sus celebraciones en la ciudad de Zárate, donde la Misa y la procesión con el Santísimo por las calles de la ciudad fueron presididas por el Obispo, Mons. Oscar Sarlinga, y en Campana, donde fueron presididas por el vicario general, Mons. Edgardo Galuppo. En Zárate se congregó una muchedumbre de fieles, entre los cuales muchas familias, jóvenes y alumnos de colegios, y lo mismo en la ciudad de Campana.
En Zárate, la Misa fue concelebrada por Mons. Ariel Pérez, Cura párroco, Mons. Santiago Herrera, pro-vicario general, Mons. Marcelo Monteagudo, los padres salesianos y los padres Eduardo Mussato, Eduardo Carrozo y Mauricio Aracena. Se encontraban presentes las Hermanas de la Madre Teresa de Calcuta (que tienen su casa de caridad en las afueras de la ciudad, en la ribera del Paraná) y que precisamente ese día cumplían los 30 años de fundación allí.
Durante la procesión se hicieron capillas estacionales en las cuales fueron leídas meditaciones hechas por miembros del consejo pastoral sobre la base del Documento de Aparecida. La bendición solemne final tuvo lugar en el atrio de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, iglesia matriz de Zárate, luego de lo cual el Obispo agradeció afectuosamente la presencia de todos, especialmente el trabajo de los sacerdotes, consagrados, laicos comprometidos y las delegaciones de los colegios.
A continuación la homilía del Sr. Obispo...
HOMILÍA DE MONS. OSCAR SARLINGA
EN LA SOLEMNIDAD DEL «CORPUS CHRISTI» EN LA CIUDAD DE ZÁRATE
Sábado 24 de mayo de 2008
Queridos sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, hermanos y hermanas en el Señor, que tan numerosos han acudido, desde las parroquias y capillas de la ciudad de Zárate, para esta misa del Cuerpo y Sangre del Señor, y la subsiguiente procesión por las calles de la ciudad.
Me alegra sobremanera el que la intención de reactualizar y promover la festividad del «Corpus Christi», haya provenido del Decanato, y que sean justamente las dos ciudades que dan nombre a la diócesis, tanto Zárate como Campana las que hayan comenzado a hacer realidad este anhelo, que también habíamos conversado en 2006 y 2007 con el presbiterio y el consejo pastoral. Para nada es un signo «triunfal» (sería degradante de nuestra parte el buscar triunfalismo alguno, lo cual en el fondo constituiría un modo camuflado de degradar lo sagrado) sino, sí, un signo «presencial» (y por consiguiente desprovisto tanto de «sentimiento de supremacía o predominio» como de «complejo de inferioridad»; vaya de paso la consideración acerca de que este último generalmente es el efecto –y no tanto el contrario- de los dos precedentes).
Signo presencial, es cierto, que para dar más fruto debiera ser también explicado convenientemente en la catequesis, en las misiones populares y en la nueva evangelización en general, pues se trata (junto con Pentecostés) como de la «Fiesta Patronal» de la Iglesia Católica, la Presencia real, activa y operante de Aquél que «habitó entre nosotros», como dice el Evangelio (Jn. 1, 14).
Por eso, junto con el Obispo, con los sacerdotes y consagrados, este pueblo aquí presente quiere dar a la ciudad, en especial a los católicos alejados, o que quizá no se han sentido lo suficientemente confortados por nuestro testimonio cristiano, su mensaje presencial de fe y de caridad. Así, unida a la intención cultual y litúrgica, nuestro propósito se hace pastoral y evangelizador; y nos concede el consuelo, que viene del Espíritu, de encontrarnos como hermanos, saludarlos a Ustedes como fieles de Cristo e hijos en Él, así como darnos mutuamente la ocasión de conocernos mejor, para lo cual no menor es la posibilidad que nos brinda la participación de tantos jóvenes y niños de los colegios.
I
EL SACRAMENTO DE LA CRISTIANA CO-UNIÓN Y CO-MISIÓN
«Comunión» significa también, podemos decir, «co-unión» y «co-misión», en lo cual se encuentra la fuerza de transformación que posee el cristianismo. Por eso el efecto supremo del sacramento de la Eucaristía es llamado «comunión», que es el «cumplimiento acabado de nuestra vida espiritual» (1): es la fuerza de transformación de todas las cosas, en Cristo.
En este sentido, el Papa Benedicto XVI ha subrayado en la celebración del Corpus de este año cómo en la expresión paulina «todos ustedes son uno en Jesucristo» reside la verdad y la fuerza de la transformación cristiana de todas las cosas: “(…) la revolución más profunda de la historia humana, que se experimenta en torno a la Eucaristía”.
“Aquí se reúnen ante la presencia del Señor personas de distintas edades, sexos, condiciones sociales, ideas políticas. La Eucaristía no puede ser nunca un ámbito privado, reservado a personas que se ha elegido en función de la afinidad o la amistad. La Eucaristía es un culto público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo” (2).
Por eso, hermanos y hermanas, luego de la Misa, cumpliendo con esta opción de renovar en la ciudad la procesión del Corpus, hemos tenido la intención de honrar la presencia del «Peregrino Celestial», Jesucristo, al que muchos no conocen, o no han oído de Él, o no se han sentido atraídos por su Palabra y por su Amor, tal vez porque nosotros (que somos su Cuerpo viviente, como Iglesia) no se lo hemos mostrado de modo diáfano con nuestro culto y nuestro testimonio de vida, en parte por la pereza respecto del evangelizar, o por creer que no hace falta la evangelización explícita (que incluye como en un «todo-íntegro») la promoción humana integral). O quizá también porque divisiones y enfrentamientos (que generalmente emergen a partir de nimiedades y las llamadas «cuestiones de piel», o pequeños-grandes rencores, pero que después empeoran) han opacado en algo, o en mucho, la unidad visible de nuestra realidad eclesial.
Es verdad que el recorrido de la procesión es simbólico respecto de una ciudad tan grande, pero en el corazón de fe queremos llevar a Jesús verdaderamente presente, a cada hogar, a cada barrio, para que no caiga en nuestra falta, como fue el caso de las palabras que constan en el Evangelio: “En medio de ustedes está Uno al que Ustedes no conocen” (Jn. 1, 26).
Aquí es el mismo Jesucristo quien se da a conocer, y nos enseña, en el pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar, que Él es el Pan vivo bajado del Cielo, no como el que comieron los padres del pueblo elegido en el desierto, y que luego murieron, sino el Pan para la Vida Eterna. Porque el pueblo que huía desde Egipto hacia la Tierra Prometida fue sometido a la prueba y a la tentación de desesperar, pero Dios Providente les envió el maná.
Jesús nos enseña que ese maná venía del Cielo, pero este Pan Nuevo, en cambio, es Él que se da a sí mismo en la Eucaristía, ese sacramento que instituyó en la última Cena, y que constituye el sacramento de la comunión cristiana, el sacramento que hace la unidad de la Iglesia en el Amor. Es el sacramento-principio de vida, idéntico para toros, el mismo Jesucristo que se ofrece a cada uno como el Pan vivo bajado del Cielo, y que hace de los comensales a esa Mesa una sola cosa, un solo cuerpo, unido en el Amor (Cf. 1 Cor. 10, 17).
La solemnidad del «Corpus Christi» nos impulsa a reconocer a Cristo vivo y presente en medio de vosotros; y a reflexionar, si prestamos atención, en cuánto la vida cotidiana y diaria del pueblo, ayudada por el buen ejemplo y el testimonio de los cristianos de veras («aquellos que con simplicidad de fe saben captar las místicas irradiaciones del divino Hermano»), pueda ser como «magnetizada, iluminada, confortada, y, por la gracia, santificada».
II
EUCARISTÍA VIVIDA
Atendiendo a esta última razón expuesta, no queda otra cosa más cierta y sucinta que decir que la Eucaristía es causa maravillosa de la unificación de los creyentes, con Jesucristo y entre ellos. Así lo afirma San León Magno: “No a otra cosa (…) tiende nuestra participación al cuerpo y a la sangre de Cristo, sino a transformarnos en aquello que asumimos” (4).
Transformación, en Cristo. Es la meta. Sería vano nuestro culto si quedara encerrado en un intimismo o en el recinto del templo material. ¡Cómo podría quedar así opacado el efecto de la Eucaristía!. Al culto debido (Cf. 1 Cor. 2, 30-31), como lógica y esencial consecuencia se le debe la «Eucaristía vivida» del Amor cristiano, en todos los órdenes, también en el sentido de nuestra conciencia social (en todos los niveles, también en la relación familiar y vecinal), de la «caridad social» e incluso «caridad política», como la llama la Doctrina social de la Iglesia. No podemos olvidarlo, so pena de caer en la condición de «masa internamente dividida» pues, como justamente lo afirmaba el Papa Pablo VI, “(…) si olvidáramos que la Eucaristía está destinada a nuestra relación humana, junto con nuestra cristiana santificación; está instituida para que lleguemos a ser hermanos; es presidida por el Sacerdote, ministro de la comunidad cristiana, para que, desde el estado de extraños, dispersos e indiferentes los unos a los otros, lleguemos a ser hermanos, iguales y amigos; y ha sido dada a nosotros para que, desde el estado de masa apática, egoísta, o gente dividida o adversaria entre sí, lleguemos a ser un pueblo, un verdadero pueblo, creyente y amoroso, de un solo corazón y una sola alma”(5) .
De tal modo, la Eucaristía celebrada lleva al pueblo cristiano al sentido de una profunda solidaridad, a infundir el carisma de una real y mística unidad, que es la celebración del Sacrificio Eucarístico, el cual, al ser también Banquete (Sacrificio y Banquete van unidos; sólo una mentalidad escindida podría separarlos), produce el efecto de vivir como con un solo corazón y una sola alma (Cf. Hch. 4, 32). ¿Tenemos la suficiente conciencia de esta realidad de fe?. ¿Tenemos el propósito –también los sacerdotes- de poner toda nuestra colaboración para hacer realidad visible tangible, esta realidad de fe?. Será un tema importante para el desafío evangelizador y la «conversión pastoral» a la que proféticamente nos llama el Documento de Aparecida.
III
LA EUCARISTÍA PARA LA CONSTRUCCIÓN EFECTIVA
DE LA «CIVILIZACIÓN DEL AMOR»
A no dudar, entonces, esta comunión de fe, de caridad, de vida sobrenatural, que deriva del Sacramento que la significa y la produce, puede tener un enorme y benéfico reflejo sobre la sociabilidad temporal de los seres humanos; porque hay un sentido primordial y trascendente, hay una Fuerza (con mayúscula) que lo solo humano no puede alcanzar: “A la «Ciudad terrestre» le falta ese suplemento de fe y de amor, que en sí no puede hallar; y que la «Ciudad religiosa» en ella existente, esto es, la Iglesia, puede en no pequeña medida conferirle, sin ofender en nada la autonomía de la«Ciudad terrestre»; inclusive, la justa laicidad puede también conferírsela, por tácita ósmosis de ejemplo y de virtud espiritual!” (6). Son las bases de la ansiada construcción de la «Civilización del Amor». ¿Cuánto más puede aguantar el mundo sin esta reconstrucción?.
Sabemos como el tema y el problema social tiene relevancia hoy, como ayer, en nuestro tiempo y en nuestro país. Sabemos como las ideologías, las políticas, las culturas, las organizaciones tienen como base lo social, y cuánto esto es importante. Ahora bien, ¿nos preocupamos en evangelizar, incluso desde una sana laicidad, lo social?. Los cohermanos nuestros de este tiempo trabajan, se fatigan, sueñan y sufren, para crear la «Ciudad terrestre», como la hemos llamado, y sabemos todos como en este esfuerzo se logran, sí, progresos, muchas veces dignos de admiración, pero también sabemos que hay obstáculos y contrariedades, que derivan en divisiones, luchas continuas e internismos debilitadores, porque en el fondo falta un único y trascendente principio unificador de la sociedad humana, falta la suficiente energía moral para dar a ella la cohesión libre y consciente y al mismo tiempo sólida y feliz; falta no pocas veces el deponer egoísmos o mutuos avasallamientos. Y, en el fondo, incluso en los«creyentes», no pocas veces falta fe. Señor, creemos, pero aumenta nuestra fe… Esta fe no queremos imponérsela a nadie. Hay libertad, y es bueno que así sea. Sobre todo, la libertad religiosa, es el centro de los demás derechos humanos (como la llamaba Juan Pablo II: «quicio de los derechos humanos»).
Queremos repetir, sí, en esta «Fiesta patronal de la Iglesia católica», o mejor todavía, queremos reactualizar en nuestro corazón y en nuestros labios, la triple exclamación del santo Obispo y Doctor de la Iglesia, San Agustín, refiriéndose a la Eucaristía: “¡Sacramento de piedad!; ¡Sacramento de unidad!; ¡Vínculo de caridad!”(7) . Y esto lo haremos con el acompañamiento de la Madre de Jesús Eucarístico, la siempre Virgen María, que nos llevará de la mano en nuestro peregrinar. Ella nos protege y sana muchas de nuestras heridas interiores, con las manos llenas de ese Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo. Espíritu de consuelo y de clemencia, de sanación y paz, que mucha falta nos hace, y que hoy, especialmente, suplicamos al Señor.
+Oscar D. Sarlinga
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1. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Theol., III, q. 73, 3.
2. BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa del Corpus Domini, Roma, 22 de mayo de 2008.
3. Cf. PABLO VI, Homilía en la Solemnidad del Corpus Domini, Roma, 17 de junio de 1965. El Papa exhortaba allí a descubrir “(…) la presencia silenciosa, misteriosa y amorosa del Señor: «Habitavit in nobis», habitó entre nosotros, dice el Evangelio (Jn. 1, 14). (…). También aquí Él tiene su morada, inquilino, habitante urbano, como cuantos aquí tienen su vivienda; vuestro compañero, vuestro colega, vuestro huésped, vuestro amigo, que comparte vuestra vida, tácita, escondidamente; pero no interesado por otra cosa que por vuestra vida espiritual; deseoso de ninguna otra cosa que de vuestra conversación, de vuestra comunión con Él. Para que no se diga, aún, como en el Evangelio: "En medio de vosotros está Uno al que no conocéis" (Jn. 1, 26), es que celebramos aquí este culto (…). Reconoced a Cristo vivo y presente en medio de vosotros; y pensad, como la vida cotidiana, profana, pueda ser como magnetizada, iluminada, confortada, santificada por aquellos que con simplicidad de fe saben captar las místicas irradiaciones del divino Hermano”).
4. SAN LEÓN MAGNO, Sermo 63, 7; P.L. 54, 357.
5. Cf. PABLO VI, Homilía en la Solemnidad del Corpus Domini, Roma, 17 de junio de 1965.
6. PABLO VI, Homilía en la Solemnidad del Corpus Domini, Roma, 17 de junio de 1965.
7. SAN AGUSTÍN, In Io. Tract. 26, 13; P.L. 35, 1613.
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