Dio gloria a Dios con la predicación de su Palabra y con su gobierno pastoral, pero sobre todo con su sufrimiento ofrecido por Amor a Cristo y a la Iglesia.
San Juan Crisóstomo, Obispo Patriarca de Constantinopla y Doctor de la Iglesia. |
Translación de las reliquias de San Juan Crisóstomo y de San Gregorio Nacianceno. |
Quien hoy conocemos como San Juan Crisóstomo fue obispo de Constantinopla y es doctor de la Iglesia.
Juan era antioqueno (de la antigua metrópoli de Antioquía) de nacimiento, el cual, una vez ordenado presbítero, llegó a ser llamado «Crisóstomo» por su religiosa elocuencia. Hecho Obispo, fue gran pastor y maestro de la fe en la sede constantinopolitana (de Constantinopla), pero fue desterrado de la misma por insidias de sus enemigos. Al volver del exilio por obra e intercesión del papa san Inocencio I, al poco tiempo murió en el camino de retorno. Como consecuencia de los malos tratos recibidos de sus guardianes durante el camino de regreso, entregó su alma a Dios en Cumana, localidad del Ponto, el catorce de septiembre.
Su vida.
San Juan nació en Antioquía de Siria, alrededor del año 347. Era hijo único de Segundo, comandante de las tropas imperiales. Su madre, Antusa, que quedó viuda a los veinte años, consagraba su tiempo a cuidar de su hijo, de su hogar, y a los ejercicios de piedad. Su ejemplo impresionó tan profundamente a uno de los maestros de Juan, famoso sofista pagano, que no pudo contener la exclamación: «¡Qué mujeres tan extraordinarias produce el Cristianismo!» Antusa escogió para su hijo los más notables maestros del Imperio.
De acuerdo con la costumbre de la época, Juan no recibió el bautismo sino hasta los veintidós años, cuando era estudiante de leyes. Poco después, junto con sus amigos Basilio (luego Obispo, llamado “el Grande”), Teodoro (que fue más tarde obispo de Mopsuesta) y algunos otros, empezó a frecuentar una escuela para monjes, donde estudió bajo la dirección de Diodoro de Tarso y, el año 374, ingresó en una de las comunidades de ermitaños de las montañas del sur de Antioquía. Juan pasó cuatro años bajo la dirección de un anciano monje sirio, y después vivió dos años solo como un eremita. La humedad le produjo una grave enfermedad, y para reponerse tuvo que volver a la ciudad, en el 381. Ese mismo año recibió el diaconado de manos de san Melecio. En 386, el obispo Flaviano le confirió el sacerdocio y le nombró predicador suyo. Juan tenía entonces alrededor de cuarenta años. Durante doce años, desempeñó este oficio y cargó con la responsabilidad de representar al anciano obispo. Juan consideraba como su primera obligación el cuidado y la instrucción de los pobres, y jamás dejó de hablar de ellos en sus sermones y de incitar al pueblo a la limosna. Según los propios cálculos del santo, Antioquía tenía entonces unos cien mil cristianos y otros tantos paganos. Juan les alimentaba con la palabra divina, predicando varias veces por semana y aun varias veces al día en algunas ocasiones. A la muerte de Nectario, arzobispo de Constantinopla, en 397, el emperador Arcadio resolvió apoyar la candidatura de san Juan Crisóstomo a dicha sede.
El arzobispo de Alejandría (otra de las sedes patriarcales), Teófilo, hombre orgulloso y turbulento, había ido a Constantinopla a recomendar a un protegido suyo para la sede, pero tuvo que desistir de sus intrigas, y San Juan Crisóstomo fue consagrado por él mismo, el 26 de febrero del año 398.
En la administración de su casa, el santo suprimió los gastos que su predecesor había considerado necesarios para el mantenimiento de su dignidad, y consagró ese dinero al socorro de los pobres y la ayuda a los hospitales. Una vez puesta en orden su casa, el nuevo obispo emprendió la reforma del clero. A sus exhortaciones, llenas de celo, añadió las disposiciones disciplinarias, aunque es preciso reconocer que, por necesarias que éstas hayan sido, su severidad revela cierta falta de tacto.
Otra de las actividades a las que el arzobispo consagró sus energías fue la fundación de comunidades de mujeres piadosas. Entre las santas viudas que se confiaron a la dirección de este gran maestro de santos, probablemente sea la más ilustre la noble santa Olimpia. San Juan Crisóstomo no se limitaba a mirar por los fieles de su rebaño, sino que extendía su celo a las más remotas legiones. Así, envió a un obispo auxiliar a evangelizar a los escitas nómadas, y a un hombre admirable a predicar a los godos. Palestina, Persia y muchas otras provincias distantes sintieron los benéficos efectos de su celo apostólico
Pero San Juan Crisóstomo tenía todavía que glorificar a Dios con sus sufrimientos, como lo había hecho con sus trabajos. Y, si miramos el misterio de la cruz con ojos de fe, reconoceremos que el santo se mostró más grande en las persecuciones contra él que en todos los otros actos de su vida. Su principal adversario eclesiástico fue el arzobispo Teófilo de Alejandría antes mencionado. Enemigo no menos peligroso era la emperatriz Eudoxia. San Juan había sido acusado de haberla llamado «Jezabel», y la malevolencia de algunos vio un ataque a la emperatriz en el sermón del obispo contra la malicia y vanidad de las mujeres de Constantinopla. Sabiendo que el obispo Teófilo no quería al Crisóstomo. Eudoxia se unió a él en una conspiración para deponer al obispo de Constantinopla. Las principales razones que se alegaban para deponer a Juan eran que había depuesto a un diácono por haber golpeado a un esclavo; que había llamado reprobos a algunos miembros de su clero; que nadie sabía cómo empleaba sus rentas; que había vendido algunos objetos que pertenecían a la iglesia; que había depuesto a varios obispos fuera de su provincia; que comía solo, y que daba la comunión a quienes no observaban el ayuno eucarístico. Todas las acusaciones eran falsas, o carecían de importancia. El conciliábulo procedió a firmar la sentencia de deposición y a enviarla al emperador, añadiendo que el santo era reo de traición, probablemente por haber llamado «Jezabel» a la emperatriz. El emperador dio la orden de destierro contra san Juan Crisóstomo.
Constantinopla vivió tres días de gran agitación, y el Crisóstomo lanzó un vigoroso manifiesto desde el pulpito: «Violentas tempestades me acosan por todas partes -dijo-; pero no las temo, porque mis pies descansan sobre la roca. El mar rugiente y las gigantescas olas no pueden hacer naufragar la nave de Jesucristo. No temo la muerte, que considero como una ganancia; ni el destierro, porque toda la tierra es del Señor; ni la pérdida de mis bienes, porque vine desnudo al mundo y desnudo partiré de él». El obispo declaró que estaba pronto a dar su vida por sus ovejas, y que todos sus sufrimientos provenían de que no se había ahorrado trabajo alguno para ayudar a sus cristianos a salvarse. Después de este sermón se entregó espontáneamente, sin que el pueblo lo supiera, y un legado del emperador le condujo a Preneto de Bitinia. Pero el primer destierro fue de corta duración. La ciudad sufrió un ligero terremoto que aterrorizó a la supersticiosa Eudoxia, quien rogó a Arcadio que hiciese volver al Crisóstomo del exilio. El emperador le dio permiso de que escribiese el mismo día una carta, en la que la emperatriz rogaba al santo que volviera y aseguraba no haber tenido parte en el decreto de destierro. Toda la ciudad salió a recibir a su obispo, y el Bósforo se cubrió de relucientes antochas. Teófilo y sus secuaces huyeron esa misma noche.
Pero el buen tiempo duró poco. Frente a la iglesia de Santa Sofía se había erigido una estatua de plata de la emperatriz; los juegos públicos celebrados con motivo de la dedicación de la estatua perturbaron la liturgia y produjeron desórdenes y manifestaciones supersticiosas. El Crisóstomo había predicado frecuentemente contra los espectáculos licenciosos. De resultas de ello, surgieron disturbios, y el emperador mandó que sus tropas echasen a los fieles fuera de las iglesias el Sábado Santo. Los templos fueron profanados con el derramamiento de sangre y se produjeron otros ultrajes. El santo escribió al papa san Inocencio I, rogándole que invalidase las órdenes del emperador, que eran notoriamente injustas. También escribió a otros obispos del Occidente pidiéndoles su apoyo. El Papa escribió a Teófilo exhortándole a comparecer ante un concilio que debía dictar la sentencia, de acuerdo con los cánones de Nicea. Igualmente dirigió algunas cartas a san Juan Crisóstomo, a sus fieles y algunos de sus amigos, con la esperanza de que el nuevo concilio lo arreglaría todo. Lo mismo hizo Honorio, emperador del Occidente. Pero Arcadio y Eudoxia lograron impedir que el concilio se reuniese, pues Teófilo y otros cabecillas de su facción temían la sentencia.
Crisóstomo solamente pudo permanecer en Constantinopla hasta dos meses después de la Pascua. El miércoles de Pentecotés, el emperador firmó la orden de destierro. El santo llegó a Nicea de Bitinia el 20 de junio de 404. Después de su partida, un incendio consumió la basílica y el senado de Constantinopla. Han llegado hasta nosotros las cartas que san Juan Crisóstomo escribió desde el destierro a santa Olimpia y a otras personas, así como el tratado que dedicó a dicha santa: «Que nadie puede hacer daño a aquél que no se hace daño a sí mismo». Entretanto, el papa Inocencio y el emperador Honorio habían enviado cinco obispos a Constantinopla para preparar el concilio, exigiendo al mismo tiempo que el santo continuase en el gobierno de su diócesis, hasta ser juzgado. Los partidarios de Teófilo consiguieron también que el emperador desterrase a san Juan a Pitio, un lugar todavía más lejano en el extremo oriental del Mar Negro. Al pasar por Comana de Capadocia, el santo iba ya muy enfermo. Esto no obstante, los oficiales le obligaron a arrastrarse hasta la capilla de San Basilisco, unos diez kilómetros más lejos. Al día siguiente, sintiéndose exhausto y muy enfermo, el obispo rogó a los oficiales que le dejasen reposar un poco más. Estos se rehusaron a concederle esa gracia. Apenas habían caminado siete kilómetros, vieron que el obispo estaba entrando en agonía y le condujeron de nuevo a la capilla. Ahí el clero le revistió los ornamentos episcopales, y el santo recibió los últimos sacramentos. Pocas horas más tarde, pronunció sus últimas palabras: «Sea dada gloria a Dios por todo», y entregó su alma. Era el día de la Santa Cruz, 14 de septiembre de 407.
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