Mensaje pastoral del Obispo de Zárate-Campana
Nos hallamos muy próximos a la solemnidad de Pentecostés, la cual, como el pasado año nos refiriera nuestro Papa Benedicto XVI, rememora en su imagen la “(…) antigua fiesta judía en la que se recordaba la Alianza de Dios con su pueblo en el monte Sinaí (Cf. Éxodo 19)”(1) y que “(…) se convirtió también en fiesta cristiana precisamente por lo que sucedió en esa ocasión, 50 días después de la Pascua de Jesús”(2). Pentecostés constituyó aquel «bautismo en el Espíritu Santo», que había sido anunciado por Juan Bautista: «Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo... Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mateo 3, 11).
De tal manera, con el gran acontecimiento de Pentecostés, de inicio de la misión de la Iglesia en la unidad querida por Cristo, el Espíritu Santo irrumpe suavemente en la primera comunidad cristiana, con Pedro a la cabeza, y supera infinitamente la ruptura y dispersión iniciadas por Babel, causantes de la confusión de los corazones. Pentecostés se transforma, así, para la Iglesia ya fundada y naciente, en el signo de comunión y de Amor divino más fuerte que las divisiones provocadas por el pecado y todas las consecuencias del pecado, más fuerte que las estructuras de pecado o pecado estructural, que existe también en el mundo de hoy.
Pentecostés le da el Alma a la Iglesia, y la fuerza de su misión. Sin el efecto de un Pentecostés perdurable en la Iglesia, esta última no sería sino una organización meramente humana, una estructuración sin alma. Las celebraciones litúrgicas no serían sino «espectáculos de temática religiosa». Pero el Espíritu Santo es el Alma de la Iglesia, que le fue insuflada con el Viento y el Fuego en el Cenáculo, de tal modo que la misma Iglesia debe «convertirse» cada día, cada instante, en lo que ella misma ES, el Cuerpo de Cristo y el Pueblo de Dios que vive en la historia: la PRESENCIA AMOROSA de Jesucristo, Señor de la historia, que rompe las barreras y divisiones, abre las fronteras entre los pueblos y nos hace un solo Pueblo, para alabanza de su Gloria.
Leemos en los Hechos de los Apóstoles que luego del descenso con potencia del Espíritu como Viento y Fuego, los discípulos salieron a anunciar en muchas lenguas la buena noticia de la resurrección de Cristo (Cf. 2,1-4). Es decir, la Iglesia comenzó su misión y colaboración con el Espíritu, misión en la cual muestra 'la sacramentalidad' que le atribuye el Concilio Vaticano II (a la Iglesia) cuando enseña que ella “(…) es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión intima con Dios y de la unidad de todo el género humano”(3). Todos nuestros carismas, la misión que cada uno ha recibido en la Iglesia, el sentido de aquello para lo cual hemos sido llamados, bebe en las fuentes de esta 'sacramentalidad', la que da a la Iglesia Una Santa Católica y Apostólica el vigor y los carismas para operar visiblemente en toda la familia humana. Tengámoslo muy presente en este Año Paulino Jubilar, que ha traído tantas y tan abundantes gracias de comunión y misión, y que nos hallamos próximos a clausurar, como diócesis, el 27 de junio de este año, en comunión con la solemne clausura que hará el Santo Padre en Roma.
Pentecostés es para nosotros ocasión de renovar el carisma recibido, la Gracia de nuestro Bautismo y de nuestro Llamado, sea el que fuere, en el concierto del Don de la vocación cristiana. Y es un llamado renovado a evangelizar, con un solo corazón y una sola alma, deponiendo todo muro de división, dar testimonio viviente de la Resurrección gloriosa del Señor, que triunfó sobre el mal y pisó la cabeza de la antigua serpiente, transformando de tal modo la historia humana para siempre: «No es superfluo recordarlo: evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Verbo Encarnado, ha dado a todas las cosas el ser y ha llamado a los hombres a la vida eterna»(4)
La Virgen Madre, que con fe inquebrantable, mansedumbre y dulzura, esperó la venida del Espíritu en el Cenáculo, ayude a que nuestro corazón se abra a Aquél que es el Alma de la Iglesia, el Espíritu de Amor y de Consuelo.
De tal manera, con el gran acontecimiento de Pentecostés, de inicio de la misión de la Iglesia en la unidad querida por Cristo, el Espíritu Santo irrumpe suavemente en la primera comunidad cristiana, con Pedro a la cabeza, y supera infinitamente la ruptura y dispersión iniciadas por Babel, causantes de la confusión de los corazones. Pentecostés se transforma, así, para la Iglesia ya fundada y naciente, en el signo de comunión y de Amor divino más fuerte que las divisiones provocadas por el pecado y todas las consecuencias del pecado, más fuerte que las estructuras de pecado o pecado estructural, que existe también en el mundo de hoy.
Pentecostés le da el Alma a la Iglesia, y la fuerza de su misión. Sin el efecto de un Pentecostés perdurable en la Iglesia, esta última no sería sino una organización meramente humana, una estructuración sin alma. Las celebraciones litúrgicas no serían sino «espectáculos de temática religiosa». Pero el Espíritu Santo es el Alma de la Iglesia, que le fue insuflada con el Viento y el Fuego en el Cenáculo, de tal modo que la misma Iglesia debe «convertirse» cada día, cada instante, en lo que ella misma ES, el Cuerpo de Cristo y el Pueblo de Dios que vive en la historia: la PRESENCIA AMOROSA de Jesucristo, Señor de la historia, que rompe las barreras y divisiones, abre las fronteras entre los pueblos y nos hace un solo Pueblo, para alabanza de su Gloria.
Leemos en los Hechos de los Apóstoles que luego del descenso con potencia del Espíritu como Viento y Fuego, los discípulos salieron a anunciar en muchas lenguas la buena noticia de la resurrección de Cristo (Cf. 2,1-4). Es decir, la Iglesia comenzó su misión y colaboración con el Espíritu, misión en la cual muestra 'la sacramentalidad' que le atribuye el Concilio Vaticano II (a la Iglesia) cuando enseña que ella “(…) es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión intima con Dios y de la unidad de todo el género humano”(3). Todos nuestros carismas, la misión que cada uno ha recibido en la Iglesia, el sentido de aquello para lo cual hemos sido llamados, bebe en las fuentes de esta 'sacramentalidad', la que da a la Iglesia Una Santa Católica y Apostólica el vigor y los carismas para operar visiblemente en toda la familia humana. Tengámoslo muy presente en este Año Paulino Jubilar, que ha traído tantas y tan abundantes gracias de comunión y misión, y que nos hallamos próximos a clausurar, como diócesis, el 27 de junio de este año, en comunión con la solemne clausura que hará el Santo Padre en Roma.
Pentecostés es para nosotros ocasión de renovar el carisma recibido, la Gracia de nuestro Bautismo y de nuestro Llamado, sea el que fuere, en el concierto del Don de la vocación cristiana. Y es un llamado renovado a evangelizar, con un solo corazón y una sola alma, deponiendo todo muro de división, dar testimonio viviente de la Resurrección gloriosa del Señor, que triunfó sobre el mal y pisó la cabeza de la antigua serpiente, transformando de tal modo la historia humana para siempre: «No es superfluo recordarlo: evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Verbo Encarnado, ha dado a todas las cosas el ser y ha llamado a los hombres a la vida eterna»(4)
La Virgen Madre, que con fe inquebrantable, mansedumbre y dulzura, esperó la venida del Espíritu en el Cenáculo, ayude a que nuestro corazón se abra a Aquél que es el Alma de la Iglesia, el Espíritu de Amor y de Consuelo.
+Oscar Sarlinga
27 de mayo de 2009
(1) BENEDICTO XI, Regina coeli, Ciudad del Vaticano, domingo, 11 mayo 2008
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