lunes, 7 de abril de 2008

MISA EN LA IGLESIA DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR, DE BELÉN DE ESCOBAR. Con la presencia de los miembros de la Legión de María.



HOMILÍA DE MONS. OSCAR SARLINGA

EN LA IGLESIA DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR, DE BELÉN DE ESCOBAR

(con la presencia del «ACIES» de la «Legión de María» de la diócesis)

Saludo cordialmente a todos ustedes, hermanos y hermanas, hijos e hijas en el Señor, reunidos como «ACIES» de la Legión de María de nuestra diócesis, saludo a su asesor desde la época de mi predecesor Mons. Alfredo Espósito Castro; me refiero al Padre Néstor Villa, quien tuvo a su cargo, más temprano, la «Allocutio». Habiendo hecho ustedes la «Consagración individual», la «Catena legionis» y la «Consagración comunitaria», junto con los miembros más antiguos de la Legión de María, no quisiera dejar de expresar mi alegría por la presencia de un creciente número de jóvenes, signo de esperanza y de crecimiento en la fe.


I. MIREMOS A MARÍA «LA MADRE DE LA UNIDAD» A TRAVÉS DE JESÚS, Y A JESÚS A TRAVÉS DE MARÍA

El modelo de la primera comunidad cristiana es un continuo ejemplo para nosotros, pues es en dicha primera comunidad donde la presencia de María promovía la «unanimidad de los corazones» («un-animidad» significa «una sola alma»). A esa unanimidad la consolidaba y hacía visible la presencia y oración de María (cf. Hch 1, 14), razón por la cual San Agustín, Obispo y Doctor de la Iglesia llamó a la Santísima Virgen «Madre de la unidad»[1]. ¡Cuánto nos hace falta!. ¡Cuánto necesitamos la unidad!. Ciertamente que, lejos de ser «mera uniformidad o uniformización» la unidad de las mentes y los corazones tiene su fuente en el Amor, y su fruto es la paz, también en su dimensión social, esto es, la «paz social», la «amistad social», que nos permita crecer cada día más como «patria de hermanos».

Como bien sabemos, la devoción a la Virgen (y el recurrir a Ella) no queda en Ella misma, como si no produjeran efectos en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, se extiende místicamente a través de los siglos, como nos dice San Pablo en la 1 Cor 12, 27). También produce efectos en la sociedad civil misma, principalmente a través del testimonio.

Antes bien, por la misma unión de María con su Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre, esa devoción causa un fuerte incremento de la vida cristiana, mediante la participación en los sacramentos, mediante la evangelización renovada en su ardor, y mediante la promoción humana integral, de la que tanta necesidad tiene nuestro mundo de hoy. ¿Cómo podríamos no ver que éstas son las fuentes de las que disponemos los cristianos, los católicos, para extraer la energía necesaria para realizar la propia misión en la Iglesia y en el mundo?. Si miramos con atención ése es el «imperativo» que la Virgen nos reitera, como en Caná, también a nosotros, en esta etapa de nuestra historia: "Hagan todo lo que Él les diga" (Jn 2, 5).

Miremos a María, entonces, en un intento de renovación en el Espíritu de nuestra diócesis y de los ambientes en que nos toca trabajar. Miremos a María a través de Jesús (Ella siempre nos lleva a su Hijo), lo mismo que miramos a Jesús a través de María[2]. Esta «reciprocidad de miradas» nos permitirá crecer en la "obediencia de la fe", como la Virgen, quien nos dio el supremo ejemplo, Ella que "avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz" [3].

II. LA NECESIDAD DE «DEJARNOS CREAR DE NUEVO» Y DE «NACER DE NUEVO»

Necesitamos renovar cada día en nosotros, en y desde la fe, la «generación espiritual» que hemos recibido de Dios, y que posee un carácter estrictamente sobrenatural (cf. 1 Cor 15, 45-49), porque Dios Uno y Trino se ha comunicado a nosotros, criaturas, mediante el Espíritu Santo, renovándonos interiormente, según el sentido interior del Salmo: “Envía tu Espíritu, y serán creados, y renovarás la faz de la tierra” (Sal 103/104, 30). Si somos de verdad una «nueva creación», ¿por qué tantas veces nos conducimos según las estructuras del «hombre viejo» signado por el pecado?. Esto dicho sin olvidar que el pecado puede adquirir (y de hecho adquiere) también una dimensión de estructura social.

Necesitamos de la intercesión de María para, en cierto sentido, «dejarnos crear de nuevo», cada día por Dios, y «nacer de nuevo». Esto es una maravilla, es un Don. Pero hay que ser humildes, ensanchar el corazón, para recibirlo a ese Don. Es la soberbia, por sobre todo, la que impide «nacer de nuevo», y tantas veces aquélla se oculta en repliegues escondidos, incluso disfrazándose de humildad. De hecho esta última es la forma de hipocresía «más sublime».

María, en cambio, fue quien recibió perfectamente el Amor, el Espíritu mismo. San Maximiliano Kolbe nos enseñaba que María es inmaculada porque «no tuvo jamás mancha alguna, esto es, su amor fue siempre total sin detrimento alguno; amó a Dios con todo su ser y el amor la unión desde el primer instante de su vida perfectamente con Dios»[4]. Con Ella, como Estrella y Guía, con su intercesión, en este Tercer Milenio que le hemos consagrado en el año 2000, a instancias de S.S. Juan Pablo II, nosotros estamos llamados a crear un mundo nuevo; que nadie se sienta exento de esta misión, comenzando, quizá, por un «punto estratégico»: amar a los enemigos (sin por ello dejar la virtud de la Justicia animada por la Caridad).

Nos decía al respecto la recientemente fallecida fundadora de los Focolares: «Es necesario crear un mundo nuevo, donde todos se amen. Eso es lo que Dios quiere, y por algún lado hay que comenzar. El de los cristianos es un punto estratégico: pueden ser ellos los que comienzan porque –amados por Dios- saben amar también a los enemigos[5]. Un buen punto de partida para quebrantar barreras de rencor, egoísmo y odio.


III. CON MARÍA, DEDICADOS A LA UNIDAD, LA PAZ SOCIAL Y LA EVANGELIZACIÓN

El Papa Pablo VI, quien proclamó a María, «Madre de la Iglesia» nos enseñó también que la Virgen se caracterizó y se caracteriza por su «dedicación», que significa: el darse, entregarse enteramente. Es interesante que le aplique ese apelativo, que inmediatamente (y utilizando términos de la Oración de San Francisco de Asís) pide el mencionado Pontífice que imitemos: “Una (…) característica de la espiritualidad de María santísima es la dedicación: así como ella se dio completamente a Dios y a Jesús, así se dio a los apóstoles y a los discípulos, a las personas necesitadas, a la Iglesia que estaba naciendo, por la cual ofreció y ofrece continuamente su desapercibido y poderoso servicio. Sea también así entre ustedes: ¡conságrense a la caridad!. Donde, desgraciadamente, hay odio, ¡pongan amor!. Donde hay guerra, ¡lleven la paz![6]. Evangelización, unidad, paz de los corazones y paz social, todo un programa para ponernos de inmediato a trabajar, desde la fe y la oración. ¿Somos conscientes de este deber, de esta «deuda» -diría incluso- que tenemos para con nuestra sociedad de hoy?.

El camino es claro, aunque no fácil: ser dedicados, con María, a la Causa del Amor, que conlleva todas las buenas causas. María, la que recibió como ninguna otra criatura la Palabra de Dios, sigue intercediendo ante su Hijo, quien «vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos», como rezamos en el Credo. Por eso, la constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II nos ha instado a ofrecer súplicas a la Madre de Dios: «Todos los fieles han de ofrecer insistentes súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones, también ahora en el cielo, exaltada sobre todos los bienaventurados y ángeles, en comunión con todos los santos, interceda ante su Hijo»[7]. Su poderosa ayuda será esencial para cumplir con aquello a lo que nos exhorta san Pablo en la carta a los Efesios: “Sean benévolos los unos para con los otros, misericordiosos, perdonándose mutuamente (…) Caminen en la caridad, así como también Cristo los amó a ustedes (…)” (Ef 4, 32; 5, 2). No es fácil: el rencor anida; un concepto de justicia meramente humano puede hacernos perder un concepto mucho más alto y amplio de Justicia, que incluye la dimensión del Amor, siempre constructiva y superadora.

En este caminar existencial, esta Mujer, así, con mayúscula, es nuestra Estrella y Guía, la Estrella de la Evangelización. Ella intercede para que la Palabra se encarne cada día en nuestras mentes y en nuestro ser, en nuestra vida concreta. Con oportunidad de la consagración de una iglesia en Roma, nos decía el Papa Benedicto XVI: “María nos explica para qué existen los edificios de las iglesias: existen para que acojamos en nuestro interior la palabra de Dios; para que dentro de nosotros y por medio de nosotros la Palabra pueda encarnarse también hoy. Así, la saludamos como Estrella de la Evangelización: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, para que vivamos el Evangelio. Ayúdanos a no esconder la luz del Evangelio debajo del celemín de nuestra poca fe[8].

Magnífico desafío para los creyentes, magnífica responsabilidad. Hoy y siempre pongámonos, con María, al servicio del Reino, y aunque a veces nos cansemos y nuestras fuerzas físicas y psíquicas parezcan desfallecer (sin que falte la incomprensión o la contradicción), con renovado espíritu sigamos adelante, a fin de que tantos hermanos y hermanas nuestros puedan ver el bien y glorifiquen al Padre Bueno d



[1] SAN AGUSTÍN, Sermo 192, 2 en: PL 38, 1.013,

[2] Cf. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 26

[3] CONC. ECUM. VAT. II, Const. Dogm. Lumen gentium, 58.

[4] KOLBE, M. (San Maximiliano Kolbe), Scritti, Firenze, 1975-1978, III, 475.

[5] LUBICH, Chiara, El arte de amar, Buenos Aires, 2007, p. 43.

[6] PABLO VI, Angelus Domini del Domingo 9 de septiembre de 1973.

[7] CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. Lumen gentium, 69.

[8] BENEDICTO XVI, Homilía en su visita pastoral a la parroquia Santa María, Estrella de la Evangelización (oportunidad en que consagró la nueva iglesia), Roma, 10 de diciembre de 2006.

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