lunes, 30 de marzo de 2009

ORDENACIÓN PRESBITERAL EN LA IGLESIA CATEDRAL DE SANTA FLORENTINA

El Sr. Obispo de la diócesis de Zárate-Campana, Mons. Oscar D. Sarlinga ordenó presbítero al diácono Lucas Martínez, en la misa del día sábado 28 de marzo, a las 11, en la iglesia catedral de Santa Florentina, de la ciudad de Campana.

En la concelebración, junto al Vicario general, Mons. Galuppo, estuvieron presentes 33 sacerdotes, numerosos diáconos, todos los seminaristas del Seminario “San Pedro y San Pablo”, junto con su Rector (y pro-vicario general, Mons. Herrera), la familia del ordenado, religiosos, religiosas, y numerosos fieles laicos, entre los cuales muchos jóvenes del grupo juvenil de la mencionada iglesia catedral.

El nuevo sacerdote, quien como diácono venía desempeñándose en la misma iglesia catedral, fue nombrado vicario parroquial de la misma, cuyo cura párroco es el Pbro. Hugo Lovatto y donde se encuentra también el Pbro. Mauricio Aracena, vicario parroquial.
Al término de la misa de ordenación, los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos estuvieron invitados a un ágape fraterno en los salones subterráneos de la iglesia catedral, que fueron parcialmente remozados, con ayuda de la comunidad parroquial, para el evento.

En su homilía, Mons. Oscar Sarlinga se refirió al sacerdote, hombre de la Eucaristía, forjador de comunión y dedicado al apostolado y a la pastoral, cuyo texto íntegro reproducimos a continuación:

I
LA GRACIA DE SER LLAMADO A SER APÓSTOL

Quiero dirigirme hoy a ustedes con el saludo de San Pablo a los Corintios, en que les augura que la gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con ellos, en sus corazones (Cf 2 Cor 13, 13).

Hoy la Iglesia llama a un hermano nuestro al Orden presbiteral. Hoy, en esta iglesia catedral, tendrá lugar su ordenación, en el Año Jubilar dedicado a la persona y figura de San Pablo. Es razón de más para tener presente a las vocaciones sacerdotales, tanto más cuanto que se encuentran aquí nuestros seminaristas del Seminario «San Pedro y San Pablo», que viven con este espíritu de alegría y gozo la “llamada de Dios”. Esta prioridad vocacional, la de buscar que haya presbíteros según el Corazón de Cristo, necesita de la total confianza en la acción del Espíritu Santo (como toda obra pastoral, por lo demás) de modo que, más que confiar en estrategias y cálculos humanos (lo cual no excluye, sino todo lo contrario, la planificación pastoral), sea la fe en el Señor de la Historia y Dueño de la Mies, la que nos impulse a suplicarle que envíe numerosas y santas vocaciones al sacerdocio, uniendo siempre a esta súplica el afecto y la cercanía a quienes están en el Seminario con vistas a las sagradas órdenes.

Por ese motivo, queridos sacerdotes y fieles laicos, sepamos que la formación de los seminaristas es una responsabilidad de todos, pero que exige por parte de los formadores y profesores una profundización, en y desde el Espíritu de Cristo, en la labor que van a ejercer, con una visión de afrontar los desafíos de hoy y de la sociedad contemporánea con unas miras muy especiales, las del realismo de la esperanza, para lo cual se requiere discernimiento preciso, gran sintonía con el «sentir con la Iglesia», y la sanación de fisuras y ambigüedades. Este proceso formativo ayudará a hacer de ellos sacerdotes ejemplares, como lo requiere nuestro pueblo, para lo cual los seminaristas han de poseer recta intención y han de poner al margen cualquier otro interés, con la única aspiración de ser auténticos discípulos y misioneros de Jesucristo que, en comunión con sus Obispos, lo presencialicen con su ministerio y su testimonio de vida.

Volviendo a San Pablo, ¿quién no ve que fue apóstol por purísima gracia de Dios?. Él estuvo junto a los que lapidaron a Esteban, y lo aprobaba. Él fue perseguidor y demoledor de la Iglesia. Pero tuvo un encuentro con la Luz del Señor, el mismo Cristo resucitado, encuentro también «demoledor», en sentido que se produjo en él un cambio sustancial, comenzó en verdad una nueva vida camino a Damasco. Dedicó toda su vida a Cristo y la Iglesia, a implantar piedras vivas, comunidades vivientes en comunión interior, con Pedro y los demás apóstoles.

Hoy celebramos la Eucaristía con una ordenación sacerdotal, la de nuestro hermano Lucas. Celebramos y adoramos el misterio más alto de nuestra fe, el misterio central de la vida cristiana, que supera la capacidad de entender de cualquier criatura y constituye «el fruto y el fin de toda nuestra vida»[1] y que nos proporciona la mayor alegría, como afirma San Agustín: «éste es nuestro gozo cumplido, y no hay otro mayor: gozar del Dios Trinidad, a cuya imagen hemos sido hechos (…). Se nos promete esta contemplación como fin de todas nuestras acciones y perfección eterna de nuestro gozo»[2]

Querido Lucas: serás sacerdote en tiempos en que es preciso iluminar la visión del mundo desde la fe. Por eso, para clarificar nuestro pensamientos te invito a abrirnos a la luz de la fe, sobre la visión de la vida humana, visión de desde nuestro observatorio personal y comunitario ve un inmenso espacio y penetra en una singular profundidad. Por amor a la verdad creacional, tenemos que decir que el cuadro que estamos invitados a contemplar con global realismo es muy bello. Es el cuadro de la creación, la obra de Dios que Él mismo, como espejo interior de su sapiencia y de su poder, admiró en su belleza substancial (Cfr. Gen. 1, 10, etc.).

Esa creación tan bella fue afectada por el pecado de nuestros primeros padres. Por ello, en el cuadro de la historia dramática de la humanidad, emerge la fuerza divina de la redención de Cristo, que nos trajo la salvación, redención que nos aportó sus estupendos tesoros de revelación, de profecía, de santidad, de vida elevada a niveles sobrenaturales, de promesas eternas (Cfr. Ef 1, 10). Ése es nuestro cristianismo, que tenemos que mirar con ojos limpios, porque todo en la vida posee un sentido, todo tiene un fin, todo tiene un orden, y todo deja ver una Presencia-Trascendencia, un Pensamiento (el Verbo) y una Vida, y finalmente un Amor. Así, toda la vida y todo el universo se presenta de repente ante nuestros ojos como una preparación entusiasmante en vistas a algo infinitamente más bello y más perfecto (Cfr. 1 Cor. 2, 9; 13, 12; Rom. 8, 19-23), es la vida de Cristo en nosotros. La visión cristiana del cosmos y de la vida es positiva y realista acerca de su belleza y en el realismo de la esperanza, y por eso expresamos a Dios nuestro reconocimiento por vivir, así como cantamos nuestra felicidad.

Sería ingenuo, sin embargo, no ver también en esta vida la acción del enemigo oculto que siembra discordia y errores, para lo cual nos será útil recordar siempre la reveladora parábola evangélica del buen grano y de la cizaña, síntesis y explicación de la ilogicidad que parece estar presentes en nuestros acontecimientos humanos contrastantes, y que encontraremos en nuestra vida diaria: inimicus homo hoc fecit, esto lo hizo un hombre enemigo (Mt. 13, 28). La Escritura se refiere a él como «el homicida desde el principio (…) y padre de la mentira», come lo define el mismo Cristo (Cfr. Io. 8, 44-45). El Papa Pablo VI lo llamó una vez “el insidiador sofístico del equilibrio moral del hombre. Es él el pérfido y astuto encantador, que sabe insinuarse en nosotros, por vía de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o por vía de los desordenados contactos sociales en el juego de nuestro obrar, para introducir allí desviaciones, tanto más nocivas cuanto que aparecen conformes con nuestras estructuras físicas o físicas, o con nuestras instintivas y profundas aspiraciones”[3].

Jesucristo lo venció definitivamente en su Pascua. Pero sigue insidiando. Nada puede contra nosotros si vivimos profundamente unidos a Jesucristo. No le tengamos miedo; no caigamos en la trampa de pensar que no existe ni obra; como sacerdote de Jesús, hombre eucarístico, misionero, mariano, harás, desde la Gracia, un infinito trabajo para dar al mundo la luz y la fuerza que disipa toda tiniebla y que deja lugar a la bendición que el Señor quiere brindar a través de tu ministerio.

II
EL SACERDOTE, HOMBRE DE LA EUCARISTÍA

Hoy recibirás el cáliz con la patena. En momentos no tan fáciles de mi vida sacerdotal (pues todos tenemos esos momentos) tuve que recordar muchas veces las palabras del Obispo al momento de esa entrega, en la ordenación: “conforma tu vida a la cruz del Señor”. El cáliz que recibirás tiene una historia especial: lo eligió tu padre, que ha partido a la Casa del Señor, para vos, pues quisieron rescatarlo del ámbito secular para que volviera a estar consagrado al culto. También este cáliz estaba elegido desde la Providencia eterna para que fuera el cáliz de tu ordenación, para cuando el Obispo también te dijera: “conforma tu vida a la cruz del Señor”.

A este cáliz lo eligió tu padre. Sea para nosotros hoy también un signo de su presencia como “vicario” que fue, en esta tierra, de la paternidad del Padre amoroso del Cielo.

Esta dimensión eucarística del sacerdocio ministerial es fundamental. Como tantas veces recordó el Papa Juan Pablo II, la Eucaristía y el sacerdocio han nacido juntos en el Cenáculo de Jerusalén, la tarde del Jueves Santo. Por esta razón, «la existencia sacerdotal –tal como nos dejó escrito en la última carta a los sacerdotes, pocas semanas antes de su muerte- ha de tener, por un título especial, “forma eucarística”»[4]

Porque, querido Lucas y amados hermanos, entre sacerdocio y Eucaristía existe, por tanto, un lazo indisoluble: el sacerdote es para la Eucaristía, y la Eucaristía -que es el Pan de Vida para todos los cristianos- sólo puede ser «hecha» por los obispos y sus colaboradores, los presbíteros, de modo tal que el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor se hace presente de modo sacramental en el Sacrificio de la Misa, que también es banquete de la comunidad redimida. Benedicto XVI ha querido subrayar esta verdad de fe desde los primeros momentos de su Pontificado. Hablando de la «providencial coincidencia» del comienzo de su ministerio petrino con el Año de la Eucaristía, en 2005, afirmó: «La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su cuerpo y de su sangre» [5]

Querido hijo que serás ordenado sacerdote. Ten presente que el don y la tarea de consagrar la Eucaristía, que hoy te concede el Señor mismo, comporta una responsabilidad muy grande. Es la «verdad» de tu ser, que quedará configurado hoy. La verdad conlleva responsabilidad (por eso muchos no la aman), pero siempre hemos de amar la verdad del ser. Alguna vez te vendrá a la mente el pensamiento de que, frente a este misterio de fe, somos unos pobres hombres, y pecadores, y es también verdad: todos lo somos. Pero el Señor, que nos ha elegido y llamado, nos ofrece toda su ayuda para llevar nuestro ministerio con santidad, plenamente disponibles ante las necesidades del apostolado en todas sus dimensiones.

Gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo, se renueva incesantemente. La Iglesia es la red -la comunidad eucarística- en la que todos nosotros, al recibir al mismo Señor, nos transformamos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo; allí se inserta nuestra misión[6].

III
FORJADOR DE COMUNIÓN

Sé, al mismo tiempo, forjador de comunión. Si la Iglesia “hace” la Eucaristía por medio de sus sacerdotes, también es cierto que la Iglesia misma “nace” de la Eucaristía, es «hecha» por ella. Por eso la dimensión eucarística de tu sacerdocio estará indisolublemente unida a la dimensión eclesial: el sacerdote es para la Eucaristía en la Iglesia y al servicio de la Iglesia, en plena comunión con el Romano Pontífice y con el Obispo, con los hermanos presbíteros y con el pueblo fiel que espera y anhela de nosotros ese testimonio de comunión.

Es tarea de todos, y en primer lugar de los sacerdotes, hacer que esta preciosa herencia de comunión no sólo no se disperse, sino que se refuerce en el futuro. Es lo que da fuerza a la evangelización. Si mucha gente se ve debilitada en su fe, o la pierde, es porque encuentra en el elemento humano de la Iglesia signos de fisura y de discordia. Daremos cuenta por cómo hayamos vivido esa realidad, que proviene de la fe.

Otro modo específico de ser forjadores de comunión, en cuanto presbíteros, es la entrega gozosa -aunque a veces comporte fatiga y cansancio- al ministerio de la Reconciliación que hoy se te confía. Amá mucho el sacramento de la reconciliación y estáte dispuesto siempre a confesar a todos los fieles que se reconocen pecadores, reconciliándolos así con Dios y con la Iglesia.

¡Qué difícil misión, qué dura! Alguien podría decir. Pero el Yugo del Señor es llevadero, y tenemos a la Madre que nos protege en todo. Me refiero, querido Lucas, a la dimensión mariana del sacerdocio, porque Jesús no nos dejó solos, sino que, siendo Hijo eterno de Dios, nacido en el tiempo de una mujer concreta, la Virgen María, cuya sangre lleva en las venas, nos la ha asociado para siempre a su obra redentora, cuando, desde la Cruz dirigió al discípulo aquellas palabras que se aplican a todos nosotros: he aquí a tu Madre; y a la Virgen: he aquí a tu hijo (cf. Jn 19, 26-27). Esta protección la tendrás de un modo especial, por ser sacerdote de Jesucristo.

En efecto, María, la Virgen Madre, está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía»[7]. ¿Cómo dejar de ver que la especial relación del sacerdote con la Eucaristía conlleva al mismo tiempo una relación especial, filial, del sacerdote con María?. Confiá mucho en Ella y entregále todo tu ser.

En fin, en toda tu vida sacerdotal, está cerca de nuestra gente, ponéte a su servicio, pastoreálos con cariño y a imagen del Buen Pastor que da la vida por las ovejas. Tené comunión, en la paz y en la fe, con tus hermanos sacerdotes, con el Obispo, a través del cual se unen con el Vicario de Cristo. Te encomiendo un especial cuidado de quienes sufren, de los que están solos, abandonados, de las familias, de los más pobres, de los que ya no encuentran razones para creer ni para esperar. ¡Si pudiéramos cada día renovar efectivamente en nuestros corazones en esta dedicación completa!. Nunca habría oscuridad que podría penetrar en nuestras vidas; aún si tuviéramos que soportar alguna «noche obscura», nuestra noche no tendría oscuridad. Por el ministerio recibido, también en ello seremos juzgados; que al final de nuestra vida escuchemos: “Vengan, benditos de mi Padre…”.

Con la intercesión de la Madre de la Iglesia, de la Madre de los sacerdotes, de la Madre de todos los cristianos. Así sea.

[1] Santo Tomás de Aquino, Comentario a los libros de las Sentencias, IV, 1, dist. 2, 1, 1 exordio.

[2] San Agustín, De Trinitate, I, 8, 18 y 17.

[3] Pablo VI, Audiencia General del miércoles 15 de noviembre de 1972, Ciudad del Vaticano.

[4] Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes en ocasión del Jueves Santo, 13-III-2005, n. 1.).

[5] Benedicto XVI, Mensaje al terminar la celebración eucarística con los Cardenales electores en la Capilla Sixtina, 20-IV-2005, n. 4.).

[6] Cf Benedicto XVI, Homilía en la Misa de toma de posesión de la Cátedra del Obispo de Roma, 7-V-2005.

[7] Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 57.

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