viernes, 29 de febrero de 2008

Sentido humanista y sentido religioso de la vida humana desde la concepción

El tema del aborto se ha hecho acuciante, sobre todo a través de los medios de comunicación, en estos últimos tiempos en nuestra sociedad argentina. Más concretamente, con espanto por los hechos perpetrados, han tomado importante arraigo en las mentes y corazones de mucha gente los recientes casos de embarazo por causas de violación. Uno que nos conmovió a todos es el del abuso de una joven con capacidades diferentes -o portadora de discapacidad- (con lo cual el acto de violencia –siempre malo- se hace especialmente despreciable, dado, claro está, que quien lo haya perpetrado sea psíquica y jurídicamente imputable). Pero toda violación, como sea, es siempre aberrante, execrable, indigna de un varón –e indigna de la mujer que involuntariamente la sufre-. Otra cosa, hay que decirlo, es el eventual fruto (un nuevo y distinto ser humano) de esa execrable acción. Lo ocurrido a estas personas sufrientes que requieren de toda nuestra empatía y compasión, relanzó con fuerza, por decirlo así, en cierta opinión pública la cuestión del aborto, no ya con relación a una violación, sino en general, y en especial con vistas a su posible despenalización.

No es mi intención entrar en inútiles y desgastantes polémicas. Pero en uso de la legítima libertad de opinión de la que gozamos por las libertades democráticas vigentes, y en ejercicio de la misión pastoral para con los fieles católicos que me han sido encomendados, me parece importante apuntar algunas consideraciones, incluso algunas de la ciencia biomédica. Y otras del derecho y de la moral.

El drama del aborto tiene horizontes más amplios, algunos de los cuales prácticamente inconsiderados, y que merecen que los tengamos en nuestro conocimiento, para formarnos al respecto una conciencia recta. La cuestión del aborto es un tema humano (un drama humano, lo llamó Juan Pablo II), al cual «también» considera la religión, pues «nada de lo humano le es ajeno». La valoración negativa del aborto procurado puede hacerse desde el cristianismo, desde otras religiones, o desde una conciencia no-creyente pero con bases humanistas y humanitarias. Ciertamente la fe cristiana nos da una luz especial para ver lo esencial de la defensa de la vida.

Primero quisiera hacer una aclaración. En el orden de la relación «religión-sociedad», creo que una primera dicotomía que hemos de identificar consiste en pensar que la defensa del embrión, del feto, de la vida del «nascituro» (es decir, la creatura por nacer), es un problema «religioso» y más específicamente «católico», no válido, por ende, para la generalidad de la sociedad. Se trata así de descalificar a lo que se considera «una opinión religiosa, sin fundamento racional, o al menos sin fundamento para la sociedad en general». Sin dejar de lado que la conciencia religiosa (y no sólo católica, sino también de otras denominaciones o iglesias cristianas, y lo mismo dígase del ámbito del judaísmo, del Islam, sin olvidar al budismo o a otras religiones) es opuesta al aborto, verdad sea dicha que el tema mencionado no queda acantonado «a lo religioso» (sobre todo a un concepto de la religión, como quiere hacerlo cierto sector de la sociedad actual, arrinconada a su vez, a la mera esfera privada de los actos humanos). El tema que nos ocupa es profundamente humano, antropológico, podemos decir.

Vaya a dicho a modo análogo o de ejemplo, los diez mandamientos (propios del Judaísmo y del Cristianismo) prohíben robar y asesinar («No codiciarás los bienes ajenos»; «No matarás») y a nadie se le ocurriría pensar o decir que el tema del robo o del asesinato está en el ámbito sólo de lo religioso, y por eso, que sean solamente los creyentes quienes no deben matar o robar, siéndoles lícito a todos los demás el hacerlo. Y el primero de los mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios, sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo», tampoco significa que el amor humano sea una cuestión solamente «religiosa». Lo traigo a colación sólo para ver como, el hecho de que lo religioso considere algo dentro de su ámbito, el que lo ilumine, ello no lo hace de por sí existente «solamente» dentro de dicho ámbito, con exclusión de lo humano, en sus vertientes personal, social, moral, jurídica.

Otra dicotomía consiste en pensar que quienes defienden la vida desde el instante de la concepción, después no se ocupan de lo que ocurre con los niños nacidos, de «los chicos de la calle» o de los que sufren necesidad. La defensa de la vida de la «creatura por nacer» requiere, en conciencia, también promover la protección del niño después de su nacimiento, así como la vida y prosperidad de su madre y de su padre, esto es, la protección de la familia, su sustento, su prosperidad, su educación, su felicidad. La protección social de la familia, que es la expresión primera y coherente de la inclinación social del ser humano, será un bien fundamental a tutelar.

La defensa de la vida incluye el bien integral del ser humano, y en esto debemos unirnos, creyentes y no creyentes. Es la razón por la cual el Papa invita a gobernantes y legisladores a ayudar al bien de la familia, pues ésta es «escuela de humanización del ser humano»: «Invito, pues, a los gobernantes y legisladores a reflexionar sobre el bien evidente que los hogares en paz y en armonía aseguran al hombre, a la familia, centro neurálgico de la sociedad (…) El objeto de las leyes es el bien integral del hombre, la respuesta a sus necesidades y aspiraciones. Esto es una ayuda notable a la sociedad, de la cual no se puede privar y para los pueblos es una salvaguarda y una purificación. Además, la familia es una escuela de humanización del hombre, para que crezca hasta hacerse verdaderamente hombre (1). Por otra parte, ocioso sería decir cuánto se ocupa en especial la Iglesia de los más enfermos, de los desvalidos, de los más necesitados, de los niños de la calle y de las familias. Pero eso constituye otro tema.

Esto dicho, es manifiesta nuestra «declaración de intención»: el único deseo que nos mueve en esta defensa de la vida es «ese Amor que mueve el Universo y la humanidad», el Amor de Dios Creador y Redentor. Así lo dice el comunicado de la comisión permanente de la Conferencia Episcopal Argentina, que hemos leído en las misas de este fin de semana: «Créannos: sólo nos mueve el profundo amor de Dios por todos nosotros. Sólo nos mueve el deseo de valorar cada una de las vidas que se engendran y que ya son un ser constituido en el vientre de la madre»(2).

Ahora bien, como la consideración de la vida puede empezar por lo biológico, me gustaría atraer la atención hacia un tema del que últimamente se ha escuchado hablar muy poco. En efecto, las ciencias biomédicas han hecho avances impresionantes en las últimas décadas. Hasta el ultrasonido tiene su palabra muy importante para decir sobre la vida del feto. Ni que hablar de las investigaciones sobre el ADN. Porque, de la existencia de un «nuevo ser», que es humano, que es autónomo en su ser del cuerpo de su madre, que tiene su propio ADN, y que por consiguiente es un ser humano individual, no se han hecho eco en tan gran medida los medios de comunicación. Y son conclusiones de la ciencia.

I. Las conclusiones de las ciencias biomédicas

A fin de profundizar en el tema de los fundamentos científicos de la defensa de la vida, hay que bucear más en la ciencia biológica y médica, con sus actuales adelantos y conclusiones sobre el «estatuto biológico» del embrión, y sobre la «programación» real, fáctica e irrepetible de todas las potencialidades que caracterizarán al nacido. Todos, aunque no seamos especialistas, tenemos la obligación de informarnos. En efecto, con los actuales conocimientos genéticos, es indudable que cada ser «es lo que es» desde el momento de la fecundación, no es una mera simiente, una «pura potencialidad». Veamos por qué.

Sabido es que de la unión de gametos humanos se crea «un nuevo ser de la especie humana». Esto es así desde el principio, desde el comienzo puesto que queda determinado su patrimonio genético que es «humano» específicamente –y no de un vago modo genérico-Ese nuevo ser «no es una parte del cuerpo de la madre» pese a que en determinada fase de su vida necesite el ambiente del vientre materno para subsistir. La prueba que no es una mera parte del cuerpo de la madre consiste sobre todo en que desde la fecundación tiene ya su propio patrimonio genético «distinto del de la madre». Y lo mismo dígase del sistema inmunológico (3). Esto no quita que la dependencia de su madre sea muy intensa, pero esto no es una prerrogativa del feto sino que también lo es del niño ya nacido (4).

Pero hay algo científicamente admirable. La maravilla científica del ADN deja a las claras que la primera célula humana viviente que existe (esto es, la que es formada cuando el espermatozoide del varón penetra el óvulo de la mujer), ya contiene un ADN único y exclusivo del nuevo ser humano (5). Este ADN es diferente del ADN de los padres, es único e individual, y esto para siempre (6). Dicha característica el ADN no la adquiere al nacer el niño, ni siquiera a los meses del embarazo, sino desde la «concepción» (o fecundación, o unión del óvulo con el espermatozoide) del nuevo ser (7). Por lo tanto, desde el comienzo de esta primera célula en adelante, existe un nuevo y totalmente diferente ser humano. Si al momento de la fecundación, de la concepción, se destruyera ese ser concebido, o las células que después se desarrollarán, se ADN humano que existió no se repetirá otra vez en otro ser (8). Desde la ciencia, pues, es claro que la infalibilidad del ADN prueba que desde su primera célula, el embrión en el vientre de la madre no constituye, con absoluta seguridad, parte del cuerpo de aquélla. Al momento de la concepción comienza efectivamente la construcción genética de la persona. Por ese motivo los rasgos que caracterizan y definen al ser que pertenece al «género humano» se encuentran ya en el embrión, pues el ADN o genoma humano identifica a una persona con un signo característico e irreductible –y por ello inviolable– de «humanidad».

De manera semejante, la ciencia demuestra que el ser humano recién concebido es el mismo, y no otro, que el que después se convertirá en bebé, en niño, en joven, en adulto y en anciano (9). Sería muy bueno que en este punto tan fundamental la opinión pública fuera informada adecuadamente por los medios de comunicación, con artículos, declaraciones y opiniones de los más autorizados científicos en la materia. Creo que es importante profundizar en el tema, hasta por honestidad intelectual, aunque por profesión no seamos biólogos o médicos. Por el sólo hecho de un tema fundamental de humanidad.

Y una última palabra, no ya referente a la concepción sino directamente al aborto ya hecho, hecha también desde la ciencia, pero ahora desde la psicología y la psiquiatría. Últimamente se está estudiando el llamado «síndrome post-aborto». La cuestión ha sido investigada por la Universidad de Baltimore, USA, y la Real Academia de Obstetricia de Inglaterra, entre otras prestigiosas instituciones de Estados Unidos, Canadá, Francia, Inglaterra, Suiza, Australia, Dinamarca y Finlandia. En algunos manuales de Psicología y Psiquiatría de numerosas universidades ya se ha incluido dicho síndrome (10). Ocasiona trastornos y dolencias a la madre que lo ha cometido.

II. Ese embrión, ese feto, que es una persona humana, y no una simple simiente

Las ciencias biomédicas pueden determinar que se trata no de una simple simiente sino de un «ser humano individuado e individual», pero no pueden definir el estatuto filosófico o jurídico de «persona humana», y tampoco definir que es sujeto de derechos humanos. Esto corresponde a la filosofía y al derecho. Tampoco, ciertamente, están en condiciones de afirmar que ese ser tenga alma inmortal o sea hijo de Dios. Esto corresponde a la religión. Pero el hecho de saber que se trata de un ser humano individual, con patrimonio genético (y sistema inmunológico) propio, con ADN diferente de la madre y del padre, ya nos dice muchísimo.

Por ello, una vez concebido, (e incluso desde una perspectiva científica) no puede decirse que ese ser sea simplemente «vida» a secas (como puede ser considerado un tejido orgánico crio-conservado, por ejemplo), sino que es «vida humana e individual», y nosotros decimos que es persona viviente, no puramente en un sentido potencial general. Porque si así fuera, esto es, si viéramos al «nascituro», lato sensu como «vida biológicamente de índole humana», no estaríamos haciendo justicia a las conclusiones de la ciencia: su carácter humano, individual, irrepetible. Esto último lleva necesariamente a que ese «ser», al que se le niega la atribución de persona en sentido pleno, no se haga, por ende, acreedor a la protección debida por parte del ordenamiento jurídico positivo.

El ser concebido debe ser considerado propia y efectivamente «persona», esto es, un ser personal con «subjetividad jurídica», sujeto de atribución de derechos humanos. La protección que dicho ordenamiento jurídico debe a las personas es absoluta e incondicionada, también a las personas «no nacidas» pero existentes. Esta es sin duda la base del derecho fundamental, «pilar basal de todos los demás», que es el derecho a la vida, sobre el cual se asientan todos los demás derechos. El derecho a la vida es verdadera piedra angular en la vía del progreso moral de la humanidad. Es un derecho fundamental que proviene de la dignidad que corresponde a cada ser humano, por ser tal. Y por eso mismo, la fuente última de los derechos humanos no se sitúa en la mera voluntad de los seres humanos, en la realidad del Estado, de los poderes públicos, sino en el ser humano mismo y en Dios su creador. Frecuentemente se combate este pensamiento bajo la razón de que éste podría quizá tener validez para las personas católicas prácticas, o religiosas, pero que en sí no constituiría un principio sostenible universalmente, y tampoco en sentido jurídico. Pero es una cuestión de la propia natura humana, creada y elevada, claro está, por Dios.

El hecho de «ser humano» ya concebido constituye sí mismo una dignidad, una atribución digna a la índole humana. Ese carácter de persona, de perteneciente a la humanidad, de ser racional, inteligente, volitivo, espiritual encuentra su dignidad en la propia condición humana y en la imagen de Dios que hay en cada hombre. En el mundo de hoy, también hay que decirlo, se percibe una fractura entre la antropología y la ética, marcada por un relativismo moral según el cual se valoriza el acto humano, no con referencia a principios permanentes y objetivos, propios de la naturaleza creada por Dios, sino conforme a una ponderación meramente subjetiva: «mi propia decisión, mi propio parecer, mi propio proyecto» por encima de todo y de todos. Esta «ponderación meramente subjetiva» seguida de decisión también puramente subjetiva puede ser llamada «decisionalismo», en sentido de no valorar justamente los derechos de los demás. Claro está, aplicado ese decisionalismo al nascituro, ponderando sólo el «derecho a decisión», devenido absoluto, deriva en la desprotección del nuevo ser concebido, e incluso en su supresión, como es el caso del aborto procurado.

III. El «drama humano» hoy día

Para no pocos la gran solución consistiría en la despenalización del aborto. Sin embargo, en la experiencia de los países que han legalizado el aborto se manifiesta claramente que dicha legalización no ayuda a la desaparición de aquéllos, sino a que aumenta –incluso considerablemente- su número. El efecto multiplicador de la legalización del aborto se debe a que la opinión pública general ve como bueno lo que es legal, lo que se despenaliza, y cada vez se banaliza más en las conciencias la decisión de abortar. Esto por aquellos del «valor pedagógico de la ley», y por la tendencia a pensar que «todo lo legal es moral y todo lo ilegal es inmoral», lo cual no es cierto. Ya lo decían los antiguos romanos: «Non omne quod licitum honestum est» (no todo lo que es legal es moral u honesto).

Estas consideraciones, hay que repetirlo, no forman parte sólo de la doctrina y la moral católicas, sino que se integran en un sentido común humanista. No se trata evidentemente de fanatismo alguno (como hace también referencia al respecto la declaración de la Conferencia episcopal argentina) ni tiene que ver exclusivamente con las convicciones religiosas, católicas o no, sino que es una obligación de conciencia para todos los que creen en el derecho a la vida y en la dignidad del ser humano. Nuestra fe cristiana, esto sí, nos ilumina acerca de que la dignidad de la persona humana tiene su más profundo fundamento en el hecho de ser hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, que quiso ser hombre por amor a todos y cada uno de nosotros.

Nosotros, como cristianos, tenemos esperanza y no vemos perdición y ruina en todo lo que nos rodea. No queremos luchas intestinas ni estériles conflictos. Tenemos conciencia, esto sí, de poseer un mensaje y una praxis que apunta al desarrollo integral del ser humano, y fuerzas que pueden colaborar a realizarlo efectivamente. Con humildad y con firmeza seguimos proponiendo el valor inmenso de la vida humana y el maravilloso mensaje del Evangelio, de modo adecuado para llegar al mismo corazón de la cultura de nuestro tiempo.

La defensa de la vida, con los medios de la paz, con la convicción, con los medios de una democracia sana y plural, es una deuda de honor para con el avance de nuestra civilización. Es un pilar, para construir la «civilización del amor». Es la contribución al «humanismo integral y solidario» que queremos construir. Nuestra civilización fue construida sobre estos basamentos. Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado: «No matarás el embrión mediante el aborto; no darás muerte al recién nacido» (11). Y asimismo la tradición judeocristiana, como lo refiere la declaración de la Conferencia Episcopal Argentina: «Toda la tradición judeocristiana basada en los mandamientos de la Ley de Dios por miles de años consideró que el aborto es un crimen (…) Las culturas cambian, pero los fundamentos esenciales de las personas permanecen. La Ley de Dios y el sentido común nos han enseñado que la vida es un gran bien que debemos preservar desde el momento que comienza» (12).

Claro está, como lo adelantáramos en el tema de la familia, la defensa de la vida debe darse también en un marco social, y dígase lo mismo de la prevención del aborto como tal. La adecuada información (incluso biomédica, como he dicho), la educación sexual como educación para el amor, la educación familiar, la promoción de programas sociales para la crianza de los hijos, la contención de adolescentes y familias en riesgo, son fundamentales. Ni que hablar de la lucha contra la pobreza y las situaciones de vida sub-humana y de la prevención de los execrables hechos de abusos y violaciones. Un sentido humanista y un sentido religioso de la vida humana desde el momento de la concepción hasta la muerte natural nos ayudará a construir una civilización más humana, más digna del ser humano. Por último, no olvidemos que, para quien ha tenido la situación de incurrir en un aborto procurado, queda siempre abierta la puerta a la luz de la misericordia divina, a la reconciliación y a la paz. Tantas veces esa decisión es fruto de grandes sufrimientos (sin excluir las presiones), todo lo cual, en un sentido u otro, no queda sin consecuencias en el orden psíquico y espiritual cuando no también físico. Esto no justifica en lo moral, pero los brazos abiertos de Dios siempre nos esperan para abrazarnos, cuando hay arrepentimiento. Más bien nuestra actitud ha de ser la de valorar cada día más el don de Dios que ha dado a la humanidad: ser co-creadores de su Amor creador.

+Oscar D. Sarlinga, Obispo de Zárate-Campana

27 de agosto de 2006

Fuente: Zenit, ZS06090201

viernes, 22 de febrero de 2008

Mensaje de Mons. Oscar D. Sarlinga, para el tiempo de Cuaresma

lunes, 18 de febrero de 2008

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CARTA DE MONS. OSCAR SARLINGA
CON MOTIVO DEL INICIO DEL TIEMPO CUARESMAL

MIÉRCOLES de CENIZA
2008


Queridos sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, seminaristas, laicos y laicas, de esta porción del Pueblo de Dios que peregrina en Zárate-Campana

Los invito a remontarnos al Génesis, a nuestros orígenes. Cuando el divino "ícono" o imagen sagrada quedó como obscurecido con el pecado de nuestros primeros padres, ellos perdieron la "Justicia" (en sentido bíblico) y la inmortalidad de la que gozaban en el «jardín del Edén». En su intención creadora, Dios había "soplado en su nariz un aliento de vida" (cf. Gén 2, 7), a fin de que la dimensión material y terrena del ser humano tuviese como alma y "soplo" esa vida espiritual, que constituye lo esencial de la persona humana, hecha "a imagen y semejanza de Dios" (cf. Gén 1, 26-27). Aquí reside la base de toda esperanza y de toda visión esperanzadora sobre el ser humano.

Con el pecado original se produjo entonces, en cierto sentido una «frustración» fundamental: la conversión de ellos en "polvo" (tierra), logrando alcance y dimensión la fragilidad, la caducidad, la mortalidad. Con ese término, el texto sagrado quiere representarnos la fragilidad de la naturaleza humana a consecuencia de dicho pecado. Pero Dios no abandona a sus hijos: Jesucristo venció todo pecado, todo mal, toda muerte; Él nos ha salvado. Él nos dio su gracia, nos restableció como hijos, por el bautismo. Subsiste, sin embargo, una tendencia al mal en nosotros, que tenemos que vencer con «oración y penitencia». Ambas dos requieren de la abnegación, de la entrega generosa.

Desearía hoy, Miércoles de Ceniza, insistir en esta carta a ustedes dirigida, con mucho amor, sobre estos dos aspectos principales de este tiempo cuaresmal que iniciamos, «oración y penitencia». De ambas dos, la segunda se ha vuelto incluso un poco antipática a la mentalidad dominante, incluso en los cristianos. Y la primera no siempre es bien comprendida y estimada. Quisiera también darle a esta carta un particular sentido misional, a las puertas del comienzo del AÑO PAULINO (1) , al que nos ha convocado el Santo Padre Benedicto XVI, porque de un corazón que se convierte emergen siempre energías misionales, para la evangelización.

La Cuaresma, en cambio, hace manifiesto, como en una magnífica síntesis, todo el programa de la vida cristiana. La oración nos abre al Misterio, nos recuerda la necesidad que tenemos de Dios, de su voluntad de su generosidad y ayuda. Me refiero a esa necesidad (que sólo los «pobres de Yahveh» experimentan) que tenemos de estar unidos a Él. Para experimentar esta necesidad hay que estar abiertos a la gracia. De hecho, un corazón «cerrado a la gracia», nada quiere saber de oración, y menos todavía de penitencia; antes bien, le da fastidio, rechazo (2) . Y casi necesariamente buscará «sucedáneos».

I
LA PENITENCIA

La Iglesia ha reafirmado siempre la primacía de los valores religiosos y sobrenaturales de la penitencia, capaces incluso hoy día de devolver al ser humano el «sentido primordial» de todo. Me refiero al «sentido de Dios» y de su soberanía sobre el hombre y el mundo. La autonomía («auto-nomía» significa etimológicamente «la propia ley») es buena y querida por Dios, en tanto que surge de la libertad interior. Si por ella, en cambio, se entiende: «darse cada uno su propia ley, despreciando a Dios y a los demás», entonces se transforma en egoísmo o avasallamiento y, como dice San Gregorio Magno, debemos renunciar a ella (3), en la medida en que se vuelve«ídolo de sí misma» (4).

Al momento de la imposición de la Ceniza, recibimos del sacerdote la exhortación de «convertirnos y creer en el Evangelio», pues a cada uno de nosotros se dirige la monición: "Eres polvo y al polvo volverás" (Gén 3, 19). En el Nuevo Testamento y en la historia de la Iglesia —aunque el deber de hacer penitencia esté motivado sobre todo por la participación en los sufrimientos de Cristo—, se afirma, sin embargo, la necesidad de la «ascesis» (el sacrificio) que purifica el alma y el cuerpo, con particular insistencia para seguir el ejemplo de Cristo (5) . Este aspecto de la espiritualidad está un tanto dejado de lado. Y es muy importante en todos los sentidos, también en la «ascesis» moral, psicológica.

Aquí vemos una vez más cuánto nos enseña la Cuaresma, tiempo privilegiado, aun en estas épocas en que no falta la increencia y la indiferencia; tiempo litúrgico que nos recuerda que la vida cristiana es un «combate sin pausa», en el que se deben usar las pacíficas "armas" de la oración, el ayuno y la penitencia, como nos lo expresaba el Papa Benedicto: “Combatir contra el mal, contra cualquier forma de egoísmo y de odio, y morir a sí mismos para vivir en Dios es el itinerario ascético” (6).

II.
LAS «OBRAS DE LA CARNE» EN SAN PABLO

A poco que miremos con algo de atención en nuestro interior, y, por qué no, en el los ojos de los demás, y en el corazón de nuestras comunidades, veremos cuánto estamos necesitados de «Renovación» y «Reconciliación», ambos frutos que siguen a la penitencia. Sin embargo, ni la una ni la otra, tal como dijera una vez S.S. Pablo VI, darían efecto alguno si no se realiza en nosotros «una ruptura» (7). ¿Qué ruptura? –nos preguntaremos- ¿No hay acaso bastantes rupturas? (las hay, y no pocas escisiones, incluso, también mentales y espirituales). Me refiero a la ruptura con «las obras de la carne». No se oye hablar tanto de ellas. Estas últimas, en cambio, lejos de ser un lejano eco de la predicación de San Pablo, poseen una increíble y tangible actualidad. Y requieren del perdón.

Las «obras de la carne» (cf. Gál 5, 11-21) que menciona San Pablo no constituyen «sólo» los conocidos como «pecados carnales» (de hecho son mentados “fornicación, impureza, lascivia..., embriagueces, orgías”). El Apóstol menciona también otros pecados devastadores –y cuando digo tal, estoy seguro de no hacer una exageración literaria-, cuya dimensión «carnal» no es, ante una mirada de superficie, tan evidente: “idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, peleas, disensiones, divisiones, envidias...” (Gál 5, 20-21).

Todo el que tiene cierta experiencia de convivencia humana, y más aún, de «realidad pastoral» sabe que la alusión de San Pablo ha sido, diríamos, de un «realismo dramático» cuando se refiere a lo que se refiere. Se trata de heridas producidas por «pecados del espíritu» humano, visto éste en tanto contrapuesto al Espíritu Santo que actúa en el alma (en el espíritu) del hombre (8). Tomemos, como al paso, los dos primeros vicios de esta segunda lista (idolatría, hechicería…): ¿son lejanísimos de nuestros ambientes?. Es una pregunta. Los invito a reflexionar también sobre el resto del listado paulino, en especial en lo que concierne a nuestras vidas y nuestros ambientes comunitarios: odios, discordias, celos, iras, peleas, disensiones, divisiones, envidias.

Cuaresma tiene que ser para nosotros un tiempo en que tomemos conciencia de algo fundamental: no tenemos derecho a darle vía «sobre rieles aceitados» (no pocas veces por inconciencia, o imprudencia) a la obra del espíritu del Maligno, el cual, según la Escritura, desea abatir la fe, para que los fieles descrean de Jesucristo (Cf 2 Co 4.4), para que adhieran a dañosas doctrinas (Cf 1 Tm 4.3), procurando que el evangelio sea vituperado (Cf 2 Pe 2.2), para que en las comunidades cristianas haya divisiones, contiendas, malos entendidos, rivalidad, envidias (Cf, además de la carta a los Gálatas, Stg 3.13 y ss), y en el fondo, para que los fieles no guardemos la Palabra de Dios en el corazón (Cf Mc 4.15), al revés de como lo hizo, por excelencia, María, la Mujer creyente. Sin embargo, ese espíritu del mal no tiene sobre nosotros ningún poder, si guardamos en el corazón la Palabra y recibimos a Jesús, principalmente en la Eucaristía, pues «todo es posible para el que cree». El Amor vence todo; en esto se pone en juego la herencia misma del Reino (9) que el Señor nos ha prometido.

III.
EL SEGUIMIENTO EN LA CRUZ MADURADO

El seguimiento de Cristo se madura en la Cruz. Si la rechazamos, rechazamos el camino del Señor. Dice Cristo: «Si alguien quiere venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda la vida por mí, la salvará. De qué sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su vida?» (Mt. 16, 24-26)

Tomar la cruz. En ello tiene mucho que ver la penitencia, ejercitada con la fidelidad perseverante a los deberes del propio estado, con la aceptación de las dificultades procedentes del trabajo propio y de la convivencia humana (a veces difícil, y oportunidad más que rica para ejercer juntas todas las obras de misericordia espirituales), con el paciente sufrimiento de las pruebas de la vida terrena y de la consiguiente inseguridad que la invade(10) .

Todos los miembros de la Iglesia, en tanto sufrientes, somos llamados a unir nuestros dolores al sufrimiento de Cristo, para ofrecer por nosotros mismos y por nuestros hermanos, la bienaventuranza que se promete en el Evangelio a quienes sufren ¨(11): hacerlo es morir en cierto sentido, como el grano de trigo que cae en tierra y muere y que produce fruto (Cf Jn. 12, 24-26).

De lo dicho, sin embargo, nada hay de común entre la penitencia cristiana y el masoquismo, o el obsesivo y estéril sufrimiento por el sufrimiento mismo (y menos todavía con quien padece el sentimiento sufriente y que, por venganza o complejo, hace sufrir a propósito a los demás). Al contrario, el cristianismo es una invitación constante a la alegría y al goce de todas las cosas buenas y los buenos valores del mundo, que el Señor ha creado y redimido. Al mismo tiempo, y más que una invitación, el cristianismo es deber de poner todas las fuerzas para nuestra vida en este tiempo, pues la mortificación y la penitencia no se traducen en psicológicas formas de debilidad o de complejos de inferioridad (12), sino que surgen de la gracia y de la colaboración del esfuerzo de la voluntad humana. En ese sentido, manifiestan formas de particular fortaleza, dos de cuyos íconos vivientes fueron María Santísima, la Virgen, y el Apóstol Juan, junto a la Cruz de Jesús.

Así, el secreto del cristianismo es el Amor salvador de Dios, y por consiguiente de Cristo, el Cual, «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal. 2, 20). Ésta es la religión fundada por Jesucristo: una religión surgida de la Bondad infinita de Dios, hasta la inmolación en la Cruz. Así, Cristo es para nosotros, como en el pensamiento del Padre, el punto focal del universo, en Él todo se centra y se restaura (Cfr. Ef. 1, 10) .(13)

IV
AMOR SALVÍFICO PARA LA MISIÓN A EMPRENDER

La Cuaresma es un tiempo fuerte del Espíritu, en el que Éste acompaña y estimula a la Iglesia a evangelizar en la unidad, construyendo la unidad en la verdad. Es por ese motivo que Pentecostés tuvo lugar cuando los discípulos "estaban todos reunidos en un mismo lugar" (Hech 2,1), cuando "todos ellos perseveraban en la oración" (Hech 1,14), junto a María, la Madre de Jesús..

Esta Cuaresma es ocasión también para nosotros en preguntarnos si mantenemos vivos el espíritu de Pentecostés, que nos envió a "evangelizar en el Espíritu Santo", lo cual, sintéticamente, significa «evangelizar con la fuerza, con la novedad y en la unidad del Santo Espíritu de Dios»(14) . Su fuerza es más necesaria que nunca para el cristiano de nuestro tiempo, a quien se le pide que dé testimonio de su fe, esperanza y caridad (también la «caridad social» en su dimensión de solidaridad), en un ambiente exterior tantas veces todavía favorable, a menudo indiferente, algunas veces incluso hostil, y marcado no poco –más bien bastante- por el relativismo y el secularismo.

Esta visión no nos tiene que hacer perder esperanza, sino todo lo contrario. Nos debe dar fuerzas para la «nueva evangelización», con un amor a la Iglesia como Cristo la amó hasta el fin, al punto que San Agustín pudo decir: "Poseemos el Espiritu Santo, si amamos a la Iglesia" (15). ¿Qué Iglesia?. ¿La que está en nuestra imaginación, quizá febril?. No. Amamos a LA Iglesia, la real, la comunidad de los que han "nacido de lo alto", "de agua y Espíritu", como dice el evangelio de san Juan (Jn 3,3; 3,5). Porque la adhesión de la fe a este don de vivir en la Iglesia y desde ella evangelizar, es suscitada por la gracia, no por otra cosa. Pues -como lo manifestara San Ireneo de Lyon, Obispo y teólogo- entre el Espíritu Santo y la Iglesia existe un vínculo único e indisoluble: "Donde esta la Iglesia, ahí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu del Señor, ahí está la Iglesia y toda gracia"(16) .

Nuestro Papa nos ha convocado al Año Jubilar de San Pablo, y con esa oportunidad nos decía: “(…) como en los inicios, también hoy Cristo necesita apóstoles dispuestos a sacrificarse. Necesita testigos y mártires como san Pablo: un tiempo perseguidor violento de los cristianos, cuando en el camino de Damasco cayó en tierra, cegado por la luz divina, se pasó sin vacilaciones al Crucificado y lo siguió sin volverse atrás. Vivió y trabajó por Cristo; por él sufrió y murió. ¡Qué actual es su ejemplo! (17). Hoy Cristo necesita de todos nosotros, también de nuestro sacrificio. ¿Recibiremos, perdonados, humildes, alegres, su amoroso llamado?.

Pido al Señor para todos ustedes, en especial para quienes más sufren, para los que han perdido la fe y la esperanza, para los que se encomiendan a las oraciones de la Iglesia, Paz y Bendición, y todas las gracias que necesitan, en esta Cuaresma que nos prepara a la Gloriosa Resurrección de Jesucristo en nuestros corazones, con la intercesión piadosa de la Virgen Madre de Dios, Madre de la Iglesia, Estrella de la Evangelización.


+Oscar Sarlinga

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1. Como todos sabemos, el Papa Benedicto XVI ha anunciado oficialmente que al apóstol San Pablo dedicaremos un año jubilar especial, desde el 28 de junio de este año de 2008 al 29 de junio del próximo 2009, con ocasión del bimilenario del nacimiento del Apóstol de las Gentes, que los historiadores sitúan entre los años 7 y 10 d.C.

2 No es el momento aquí de abundar en esto, pero invito a relacionar este «rechazo» por la oración y la penitencia con el pecado capital de la llamada «pereza» (término que hoy día no nos dice mucho), que es el pecado de la «acedia», y que consiste en el profundo disgusto por las cosas de Dios, por la oración en especial.

3 Cf SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 32 in Ev., en: PL 76, 1232.

4 Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, nn. 10 y 41.

5 Respecto a la ascesis y a la penitencia; cf. Mt 17, 20; 5, 29-30; 11, 21-243, 4; 11, 7-11 (Cristo elogia a Juan Bautista); 4, 2; Mc 1, 13; Lc 4, 1-2 (Cristo ayuna). En el testimonio y en la doctrina de san Pablo, véase: 1Co 9, 24-27; Ga 5, 16; 2Co 6,5; 11, 27; 3) En la primitiva Iglesia: Hch 13, 3; 14, 22. Los Santos Padres de la Iglesia se refirieron continuamente a la penitencia, como constatamos en la antiquísima Didaché, 1, 4: F. X. Funk, I, p. 2; S, y en los Padres: Cf. CLEMENTE ROMANO, I Corinthios, 7, 4-8, 5: F. X. Funk, I, pp. 108-110; II Clementis, 16, 4: F. X. Funk, II, p.204; ORÍGENES, Homiliae in Leviticum, homilía 10, 2: PG 12, 528; SAN ATANASIO, De virginitate, 6: PG 28, 257; 7 8: PG 28, 260, 261; SAN BASILIO, Homiliae, homilía 2, 5: PG 31, 192; 8. SAN AMBROSIO De virginibus, 3, 2, 5: PL 16, 221; De Elia et Ieiunio, 2, 2; 3, 4; 8, 22; 10, 33: PL, 698, 708; SAN JERÓNIMO, Epístola 22, 17: PL 22, 404; Epístola 130,10: PL 22, 1115; SAN AGUSTÍN, Sermo 208, 2: PL 38, 1045; Epístola 211, 8 PL 33, 960; SAN LEÓN MAGNO, Sermo 12, 4: PL 57, 171; Sermo 86, 1: PL 54, 437-438.

6 BENEDICTO XVI, Homilía de S.S. Benedicto XVI, Miércoles de Ceniza: “Las armas del cristiano: oración, ayuno y penitencia”, Ciudad del Vaticano, 1ro de marzo de 2006.

7 Cf PABLO VI, Alocución del 9 de mayo 1973, Ciudad del Vaticano.

8 Cf SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Theol., I-IIae, q. 70.

9 Cf Gal, 5,19-21; Rm 1, 28-32; 1 Co 6, 9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5.

10 Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. Lumen gentium, nn. 34, 36 y 41; Id., Const. past. Gaudium et spes, n. 4.

11 Cf. Id. Const. dogm. Lumen gentium, 41.

12 Id. Const. past. Gaudium et Spes, 4.

13 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Theol. III, 1, 1.

14 El Evangelio nos dice que los oyentes se asombraban de Jesús, porque "les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas" (Mc 1,22). De hecho, la palabra de Jesús es «preformativa»: expulsa a los demonios, aplaca las tempestades, cura a los enfermos, perdona a los pecadores y resucita a los muertos.

15 SAN AGUSTÍN, In Io 32,8

16 SAN IRENEO DE LYON, Adv. haer., III, 24, 1.

17 BENEDICTO XVI, Anuncio papal del Año de san Pablo, Homilía en las vísperas de la solemnidad de San Pedro y San Pablo, Ciudad del Vaticano, lunes, 23 de julio 2007.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Año Jubilar de San Pablo

Las cartas de San Pablo son verdadero patrimonio de la humanidad
Explica el Papa al anunciar el Año dedicado al Apóstol.


Dentro de unos meses dará comienzo el Año Jubilar dedicado a San Pablo, con ocasión del Bimilenario de su nacimiento, que los historiadores sitúan entre los años 7 y 10 d.C.
Con este motivo Benedicto XVI ha querido que desde el 28 de junio de 2008 al 29 de junio de 2009 se celebre en toda la Iglesia un tiempo especialmente dedicado al Apóstol de las Gentes.
"Este "Año paulino" –señala el Papa– podrá celebrarse de modo privilegiado en Roma, donde desde hace veinte siglos se conserva bajo el altar papal de esta basílica el sarcófago que, según el parecer concorde de los expertos y según una incontrovertible tradición, conserva los restos del apóstol san Pablo".
Para facilitar la información referente a este evento, se ha abierto una página web www.annopaolino.org , en la que se irán anunciando todos los actos que tendrán lugar durante los próximos meses: acontecimientos litúrgicos, culturales y ecuménicos, así como varias iniciativas pastorales y sociales, todas inspiradas en la espiritualidad paulina. Además, se podrá dedicar atención especial a las peregrinaciones.
"Asimismo, se promoverán –continúa diciendo Benedicto XVI– congresos de estudio y publicaciones especiales sobre textos paulinos, para dar a conocer cada vez mejor la inmensa riqueza de la enseñanza contenida en ellos, verdadero patrimonio de la humanidad redimida por Cristo. Además, en todas las partes del mundo se podrán realizar iniciativas análogas en las diócesis, en los santuarios y en los lugares de culto, por obra de instituciones religiosas, de estudio o de ayuda que llevan el nombre de san Pablo o que se inspiran en su figura y en su enseñanza".
El Papa desea que durante esta celebración se dedique especial atención a un tema particularmente importante para el Pontífice: se trata de la dimensión ecuménica. Por eso se prevén numerosos actos para avanzar en el camino hacia la plena unidad.
Durante el anuncio oficial del año paulino, Benedicto XVI quiso resaltar que "San Pablo tiene conciencia de que es "apóstol por vocación", es decir, no por auto-candidatura ni por encargo humano, sino solamente por llamada y elección divina. En su epistolario, el Apóstol de los gentiles repite muchas veces que todo en su vida es fruto de la iniciativa gratuita y misericordiosa de Dios (cf. 1 Co 15, 9-10; 2 Co 4, 1; Ga 1, 15). Fue escogido "para anunciar el Evangelio de Dios" (Rm 1, 1), para propagar el anuncio de la gracia divina que reconcilia en Cristo al hombre con Dios, consigo mismo y con los demás".