viernes, 31 de julio de 2015

Francisco almuerza en la Curia Jesuita en Roma

De: http://www.romereports.com/

En el día de San Ignacio de Loyola, el Papa Francisco quiso almorzar en la Curia General de los Jesuitas en Roma, a escasos metros del Vaticano.
En las fotos se ve que le recibió en la puerta el superior general, el padre Adolfo Nicolás.
La presencia de Francisco en plena calle causó una gran sorpresa y emoción entre quienes paseaban cerca de la Via della Conciliazione.
El almuerzo tuvo lugar en el comedor principal en el que se puede ver al Papa disfrutando de una animada conversación.
Francisco se fotografió con el personal de cocina y recorrió las instalaciones de la curia, incluida la capilla donde se detuvo unos instantes para rezar.
En la comida también estuvieron presentes los siete hermanos del padre Paolo Dall'Oglio, el jesuita secuestrado hace un año en Siria. El Papa compartió con ellos unos instantes en privado y les ofreció palabras de consuelo.


San Ignacio de Loyola

De:  http://evangeliodeldia.org/

San Ignacio de Loyola, presbítero y fundador

Memoria de san Ignacio de Loyola, presbítero, el cual, nacido en el País Vasco, en España, pasó la primera parte de su vida en la corte como paje hasta que, herido gravemente, se convirtió a Dios. Completó los estudios teológicos en París y unió a él a sus primeros compañeros, con los que más tarde fundó la Orden de la Compañía de Jesús en Roma, donde ejerció un fructuoso ministerio escribiendo varias obras y formando a sus discípulos, todo para mayor gloria de Dios.

San Ignacio nació probablemente en 1491, en el castillo de Loyola, en Azpeítia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Oñaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, doña Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna, durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló. Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola. Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos juzgaron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo soportó estoicamente la bárbara operación, pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con ciertas complicaciones, de suerte que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo, Iñigo sobrevivió y empezó a mejorar, aunque la convalescencia duró varios meses. No obstante la operación, la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a que éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.

Con el objeto de distraerse durante la convalescencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería, a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen con vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: «Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, también yo puedo hacer lo que ellos hicieron». Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de las vidas de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos mundanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda la penitencia corporal posible y llorar sus pecados.

Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalescencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. El pueblecito de Manresa está a tres leguas de Montserrat. Ignacio se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año, pero a las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los «Ejercicios Espirituales». Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. AqueIla experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio era tan ignorante que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.

En febrero de 1523, Ignacio partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues «pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas». Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino «amare» se convertía en un simple pretexto para pensar: «Amo a Dios. Dios me ama». Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él.

Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre. En aquella época, había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de ciencia y autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia corno pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528. Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su conducta. Guvea no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París.

Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era saboyano; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que desear. Ignació partió de París en la primavera de 1535. Su familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.

Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia, a fin de prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de Jesús (san Ignacio no empleó jamás el nombre de «jesuita», ya que originalmente fue éste un apodo más bien hostil que se dio a los miembros de la Compañía), porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de «La Storta», el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: Ego vobis Romae propitius ero (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró a Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.

Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden, «para que eso no distraiga de las obras de caridad a las que nos hemos consagrado». La primera de esas obras de caridad consistiría en «enseñar a los niños y a todos los hombres los mandamientos de Dios». La comisión de cardenales que el Papa nombró para estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que ya había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.

Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió: «Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un solo pecado». Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en 1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Gonçalves y Juan Núñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur. El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, san Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosamente su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y virtud, fue san Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, san Francisco de Borja regaló una suma considerable para la construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones. Puede decirse que san Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el tiempo.

En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignació ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. «La Compañía de Jesús era exactamente lo que se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La revolución y el desorden eran las características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de Lutero y, con su predicación y dirección espiritual, reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de las almas» (cardenal Manning). A este propósito citaremos las instrucciones que san Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones con los protestantes: «Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus errores». El santo escribió en el mismo tono a los padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda. Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los «Ejercicios Espirituales». Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de san Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, san Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamenle y de formularlos con perfecta claridad. El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un estado de serenidad y despego terrenal para que pueda elegir «sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es únicamente la consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la perfección del alma». Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración «guía al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor divino».

La prudencia y caridad del gobierno de san Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque san Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de san Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: «A la mayor gloria de Dios». A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: «Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?» Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el «espíritu militar» de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa.

Durante los quince años que duró el gobierno de san Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos. Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.

El amor de Dios era la fuente del entusiasmo de Ignacio por la salvación de las almas, por las que emprendió tantas y tan grandes cosas y a las que consagró sus vigilias, oraciones, lágrimas y trabajos. Se hizo todo a todos para ganarlos a todos y al prójimo le dio por su lado a fin de atraerlo al suyo. Recibía con extraordinaria bondad a los pecadores sinceramente arrepentidos; con frecuencia se imponía una parte de la penitencia que hubiese debido darles y los exhortaba a ofrecerse en perfecto holocausto a Dios, diciéndoles que es imposible imaginar los tesoros de gracia que Dios reserva a quienes se le entregan de todo corazón. El santo proponía a los pecadores esta oración, que él solía repetir: «Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Vos me lo disteis; a vos Señor, lo torno. Disponed a toda vuestra voluntad y dadme amor y gracia, que esto me hasta, sin que os pida otra cosa».

La publicación de Monumenta Historica Societatis Jesu ha puesto al alcance del público una inmensa cantidad de documentos. Ahí puede verse prácticamente todo lo que puede arrojar alguna luz sobre la vida del fundador de la orden. Particularmente importantes son los doce volúmenes de su correspondencia, tanto privada como oficial, y los memoriales de carácter personal que se han descubierto. Entre éstos se destaca el relato de su juventud, que san Ignacio dictó en sus últimos años, accediendo a los ruegos de sus hijos, a pesar de la repugnancia que ello le producía. Esa autobiografía está publicada en BAC. Es difícil recomendar qué bibliografía dejhar de la restante que trae Butler, ya que han pasado algunas décadas desde aquella publicaión y la actualidad, sin embargo, con esa limitación, copio los títulos que allí figuran, haciendo al salvedad de que seguramente hay estudios más actualizados sobre una personalidad tan relevante: La del P. de Ribadeneira [también editada en BAC] conserva su valor, ya que se trata de la apreciación personal de alguien que estuvo en contacto íntimo con el santo. El volumen I de la Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España (1902) del P, Astráin es prácticamente la historia de la carrera y actividades del fundador. El P. Astráin publicó, además, un valioso resumen biográfico. Las biografías del P. H. J. Pollea (1922) y de Christopher Hollis (1931), muy diferentes entre sí, son excelentes. El P. J. Brodrick, dice, refiriéndose a las biografías escritas por H. D. Sedgwick (1923) y P. van Duke (1926): «Esas dos obras son, con mucho, las mejores biografías de San Ignacio que los protestantes han escrito hasta la fecha; desde el punto de vista histórico, son muy superiores a muchas biografías católicas"».


fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Evangelio del Viernes 31 de Julio

Viernes de la decimoséptima semana del tiempo ordinario

Evangelio según San Mateo 13,54-58.

Al llegar a su pueblo, se puso a enseñar a la gente en la sinagoga, de tal manera que todos estaban maravillados. "¿De dónde le viene, decían, esta sabiduría y ese poder de hacer milagros?
¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos Santiago, José, Simón y Judas?
¿Y acaso no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?".
Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo. Entonces les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y en su familia".
Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la falta de fe de esa gente.

Palabra de Dios. Gloria a Ti, Señor Jesús.

jueves, 30 de julio de 2015

Evangelio del Jueves 30 de Julio

Jueves de la decimoséptima semana del tiempo ordinario

Evangelio según San Mateo 13,47-53.

Jesús dijo a la multitud: "El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces.
Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve.
Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos,
para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.
¿Comprendieron todo esto?". "Sí", le respondieron.
Entonces agregó: "Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo".
Cuando Jesús terminó estas parábolas se alejó de allí.

Palabra de Dios. Gloria a Ti, Señor Jesús.

miércoles, 29 de julio de 2015

Evangelio del Miércoles 29 de Julio

Memoria de santa Marta

Evangelio según San Juan 11,19-27.

Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano.
Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa.
Marta dijo a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.
Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas".
Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará".
Marta le respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día".
Jesús le dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?".
Ella le respondió: "Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo".

Palabra de Dios. Gloria a Ti, Señor Jesús. 

martes, 28 de julio de 2015

Evangelio del Martes 28 de Julio

Martes de la decimoséptima semana del tiempo ordinario

Evangelio según San Mateo 13,36-43.

Entonces, dejando a la multitud, Jesús regresó a la casa; sus discípulos se acercaron y le dijeron: "Explícanos la parábola de la cizaña en el campo".
El les respondió: "El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los que pertenecen al Reino; la cizaña son los que pertenecen al Maligno, y el enemigo que la siembra es el demonio; la cosecha es el fin del mundo y los cosechadores son los ángeles.
Así como se arranca la cizaña y se la quema en el fuego, de la misma manera sucederá al fin del mundo.
El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y estos quitarán de su Reino todos los escándalos y a los que hicieron el mal, y los arrojarán en el horno ardiente: allí habrá llanto y rechinar de dientes.
Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre. ¡El que tenga oídos, que oiga!" 

Palabra de Dios. Gloria a Ti, Señor Jesús.    

lunes, 27 de julio de 2015

- Baradero cumplió 4 siglos el 25 de julio –

De: http://obispadodezaratecampana.org/

Con motivo de los 400 años del partido de Baradero (Santiago del Baradero) – uno de los siete que integran nuestra diócesis – se realizaron especialmente en dicha la ciudad múltiples actividades y eventos de diversa índole en el fin de semana del 25 y 26 de julio.

En esta publicación les compartimos imágenes de la Santa Misa (sobre la rotonda entre el río y el inicio de la ruta 41) y Bendición de los murales con las Estaciones de la Cruz y del Papa Francisco.





















27 de julio: San Pantaleón: Medico y martir

http://obispadodezaratecampana.org/

San Pantaleón - Médico mártir de 29 años de edad
275-+305 -.- Fiesta: 27 de julio

Pantaleón significa en griego “el que se compadece de todos”.

Médico nacido en Nikomedia (actual Turquía). Fue decapitado por profesar su fe católica en la persecución del emperador romano Diocleciano, el 27 de julio del 305.

Lo que se sabe de San Pantaleón procede de un antiguo manuscrito del siglo VI que está en el Museo Británico. Pantaleón era hijo de un pagano llamado Eubula y de madre cristiana. Pantaleón era médico. Su maestro fue Euphrosino, el médico mas notable del imperio. Fue médico del emperador Galerio Maximiano en Nicomedia.

Conoció la fe pero se dejó llevar por el mundo pagano en que vivía y sucumbió ante las tentaciones, que debilitan la voluntad y acaban con las virtudes, cayendo en la apostasía. Un buen cristiano llamado Hermolaos le abrió los ojos, exhortándole a que conociera “la curación proveniente de lo más Alto”, le llevó al seno de la Iglesia. A partir de entonces entregó su ciencia al servicio de Cristo, sirviendo a sus pacientes en nombre del Señor.

En el año 303, empezó la persecución de Diocleciano en Nikomedia. Pantaleón regaló todo lo que tenía a los pobres. Algunos médicos por envidia, lo delataron a las autoridades. Fue arrestado junto con Hermolaos y otros dos cristianos. El emperador, que quería salvarlo en secreto, le dijo que apostatara, pero Pantaleón se negó e inmediatamente curó milagrosamente a un paralítico para demostrar la verdad de la fe. Los cuatro fueron condenados a ser decapitados. San Pantaleón murió mártir a la edad de 29 años el 27 de julio del 304. Murió por la fe que un día había negado. Como San Pedro y San Pablo, tuvo la oportunidad de reparar y manifestarle al Señor su amor.

Las actas de su martirio nos relatan sobre hechos milagrosos: Trataron de matarle de seis maneras diferentes; con fuego, con plomo fundido, ahogándole, tirándole a las fieras, torturándole en la rueda y atravesándole una espada. Con la ayuda del Señor, Pantaleón salió ileso. Luego permitió libremente que lo decapitaran y de sus venas salió leche en vez de sangre y el árbol de olivo donde ocurrió el hecho floreció al instante. Podría ser que estos relatos son una forma simbólica de exaltar la virtud de los mártires, pero en todo caso, lo importante es que Pantaleón derramó su sangre por Cristo y los cristianos lo tomaron como ejemplo de santidad.

En Oriente le tienen gran veneración como mártir y como médico que atendía gratuitamente a los pobres. También fue muy famoso en Occidente desde la antiguedad.

Se conservan algunas reliquias de su sangre, en Madrid (España), Constantinopla (Turquía) y Ravello (Italia).

El Milagro de su sangre

Una porción de su sangre se reserva en una ampolla en el altar mayor del Real Monasterio de la Encarnación en Madrid de los Austrias, junto a la Plaza de Oriente, Madrid, España. Fue tomada de otra más grande que se guarda en la Catedral italiana de Ravello. Fue donada al monasterio junto con un trozo de hueso del santo por el virrey de Nápoles. En Madrid lo custodian las religiosas Agustinas Recoletas dedicadas a la oración. Hay constancia de que la reliquia ya estaba en la Encarnación desde su fundación en el año 1616.

La sangre, en estado sólido durante todo el año, se licuefacciona [o ocurre el fenómeno de licuefacción], como la sangre de San Jenaro, sin intervención humana. Esto ocurre en la víspera del aniversario de su martirio, o sea, cada 26 de julio. Así ha ocurrido cada año hasta la fecha de este escrito, 2005, cuando se celebran 1700 años de su martirio. En ese año el milagro tuvo lugar mientras las religiosas oraban en el coro del templo y ante la presencia de cientos de visitantes. El monasterio abre las puertas al público para que todos sean testigos. En algunas ocasiones, la sangre ha tardado en solidificarse para señalar alguna crisis, como ocurrió durante las dos guerras mundiales.

Muchas veces se ha intentado explicar el fenómeno mediante mecanismos netamente naturales, como la temperatura o las fases de la luna. Sin embargo, ninguna de las explicaciones ha resultado satisfactoria para la ciencia. La iglesia no se ha definido sobre el milagro. Las hermanas dicen sencillamente que es “un regalo de Dios”.

Para facilitar la vista del público y evitar el deterioro de la reliquia, en el 1995 las monjitas instalaron monitores de televisión que aumentan diez veces la imagen de la cápsula que contiene la sangre del santo.

La sangre de un médico mártir se licúa. ¿Qué nos dice Dios con este portento?.

Acaso no necesitamos este testimonio valiente de quien dio su vida por la fe. Su sangre nos recuerda nuestra propia responsabilidad de vivir la fe en un tiempo donde tantos caen en la apostasía o simplemente en la indiferencia. Cuanto necesitamos el ejemplo de San Pantaleón, quien supo vivir su profesión al servicio de Jesucristo.

Fuente: www.corazones.org

28 de julio: San Pedro Poveda Castroverde – Mártir

" No consiste la perfección en ser siempre y en toda circunstancia de una misma manera, sino ser, en cada caso, como la razón, ordenada y regida por la ley divina, pide que seamos." Frase del Santo del día : San Pedro Poveda.

Pueden conocer detalles acerca de este mártir español ingresando nuestra página web:
Sn Pedro Poveda fue un hombre sencillo, humilde, dialogante y audaz, con una marcada coherencia entre su sentir, su pensar y su hacer, mantenida con serena fortaleza entre la pluralidad y la contradicción. No se parecía a los que destacaron por su protagonismo en una época en que todos deseaban tener un papel muy importante en el complejo escenario de la vida nacional. Era de los que discretamente se tomaban en serio lo que había que hacer, cediendo los honores, los primeros puestos y las alabanzas a los demás. Pero todos le conocían. Sabían dónde estaba el Padre Poveda dispuesto siempre a escuchar y a animar.

Cada época histórica tiene sus posibilidades y sus retos, y también la suya, que fue el momento en que Europa se abría a la “modernidad”. Tenía 26 años cuando comenzó un siglo nuevo, el XX, nacido con el ansia de renovación que suele acompañar a esta circunstancia. Joven, animoso, decidido, a Poveda le parecía entonces que todo se podía conseguir y, entusiasmado a fondo con el propio ideal, más que lamentar lo mucho que estaba por hacer, prefirió comprometerse con lo que tenía a su alcance. Así lo hizo siempre. Y triunfó del todo, pero con un triunfo muy particular: llegar a ser un gran santo. Un santo de los que enseñan cómo se vive, y cómo se muere, por amor a Jesucristo.

Cuando el Papa le proclamó Santo en la Plaza de Colón de Madrid el día 4 de mayo de 2003, dejó constancia de este acto, como en todo caso semejante, en un documento muy solemne: una Bula pontificia. Esta Bula, que está escrita a mano en pergamino y firmada de puño y letra por Juan Pablo II, después de la solemne fórmula de canonización y antes de los párrafos finales dice así: “Concluida la oración acostumbrada, hemos venerado a este varón excepcional y admirando su heroica laboriosidad y sus maravillosos ejemplos de fe, hemos invocado su patrocinio en ayuda de toda la Iglesia”. Es muy importante este párrafo: el Papa solicita a favor de la Iglesia la intercesión de este gran santo, que vivió y murió por y para la Iglesia de Jesucristo.

Llamado a ser sacerdote

Pedro Poveda Castroverde nació Linares (Jaén) el 3 diciembre del 1874 y fue bautizado en la Parroquia de Santa María una semana después. Era el hijo mayor de don José Poveda Montes y de doña María Linarejos Castroverde, un matrimonio profundamente cristiano y que participaba mucho en el complejo ambiente local.

Linares era un núcleo urbano importante, porque estaban en plena explotación sus minas de plomo que incluso atraían a emigrantes para trabajar en ellas, aunque tuvieran que vivir en condiciones muy duras, como por desgracia entonces sucedía en muchos lugares. También hubo quien acumuló grandes fortunas. Llena de contrastes, esta ciudad era un muestrario de todas las clases sociales, de los distintos partidos políticos del momento y de las tendencias culturales que se estaban dibujando o debatiendo en España.

La familia Poveda pertenecía a una clase media culta, sensible a los problemas sociales, y con amigos entre los pobres y entre los ricos. Don José, el padre, era químico de una importante Sociedad minera y la madre se ocupaba de la numerosa familia, con cinco hijos varones.

Pedro, que vivió su infancia en el amplio ambiente familiar, donde se integraban bien los abuelos, los tíos, los primos y demás parientes, manifestó pronto gran atracción por el sacerdocio. Él mismo cuenta su afición a las “misas” de niño, y nosotros podemos ver hoy los vestidos y ornamentos que cariñosamente le hacían las tías para celebrarlas. Sin embargo, aunque era muy buen cristiano, el padre no accedió inmediatamente a que cumpliera su deseo, porque prefería que consolidara bien esta vocación. Al fin, tras prolongada insistencia, le autorizó a que ingresara en el Seminario de Jaén cuando contaba quince años de edad, pero con la condición de que continuara a la vez los estudios de Bachillerato como, en efecto, ocurrió. Realizó este examen el 20 y 30 de septiembre de 1893. Pedro lo narraba después de este modo:

“Tuve que librar una batalla para que me dejaran ir al Seminario; mi padre se oponía porque tenía pensado que hiciera el grado de bachiller y creía que al ingresar en el Seminario dejaría el grado. No fue así, y el año que cursé en el Seminario el 6º, o sea, el 3º de Filosofía, terminé mi Bachillerato en el Instituto de Baeza con nota de sobresaliente en los dos ejercicios”.

Prepararse para ser sacerdote, “fue la mayor alegría que pudieron darme. Yo soñaba con el Seminario y me pasaba la vida haciendo planes”, escribió también. En estos años de seminarista, que él recordó siempre con mucho cariño y gratitud, se esmeró en cumplir con sus obligaciones de estudiante y en la caridad con los pobres. Fue elegido para comisiones y servicios, por considerarlo responsable y de gran confianza.

Las dificultades económicas en que se vio la familia por la prolongada enfermedad reumática del padre, le obligaron a solicitar una beca, que le fue concedida en el Seminario de Guadix (Granada) por el nuevo Obispo de la diócesis, don Maximiliano Fernández del Rincón. Se trasladó allí en 1894. “Fui a Guadix con un entusiasmo loco ─decía después─ y con unos deseos de ser santo y de copiar de aquel varón insigne que mejores no podían ser”.

En Guadix terminó sus estudios a la vez que cumplía algunos servicios en la diócesis y el 17 de abril de 1897, Sábado Santo, fue ordenado sacerdote en la capilla del Obispado, donde también celebró su primera Misa solemne el día 21, Miércoles de Pascua. En adelante fueron estas las fechas personales que más recordó y celebró. En su agenda, al llegar estos días, aparecen expresiones como estas: “Aniversario”, “Bendito día”. Y solía repetir: “¡Señor! Que yo sea sacerdote siempre: en pensamientos, palabras y obras”.

Permaneció en la diócesis de Guadix ejerciendo su ministerio de presbítero como Vicesecretario del Obispo y Secretario del Gobierno Eclesiástico, Profesor y Director espiritual del Seminario, Presidente de las Conferencias de San Vicente de Paúl y de la Obra de la Propagación de la Fe y, sobre todo, como persona de confianza del Obispo, que le encomendaba diversas misiones. También dedicó tiempo al estudio y en 1900 obtuvo en Sevilla el título de Licenciado en Teología.

En la ciudad y en las cuevas: la formación de las personas

Durante estos intensos años en cuanto a su formación y experiencia sacerdotal, interesado por grandes y pequeños, fue tomando conciencia no sólo de la necesidad de evangelización, sino de los problemas sociales del contexto en que vivía.

Con motivo de la misión predicada por él en la cuaresma de 1902 en el barrio de las cuevas que rodean la ciudad de Guadix, desde esta fecha incorporó a sus actividades habituales en el Obispado y en Seminario, la de promover humana e cristianamente a los habitantes de esta zona marginada que padecían paro, hambre, analfabetismo y pobreza, y comenzó a establecer relaciones entre la ciudad y la periferia, que recíprocamente tendían a ignorarse.

Impresionado por el abandono en que vivían los numerosísimos habitantes de las cuevas, pensó que lo mejor podía hacer en favor de los grandes y los pequeños era facilitarles medios para su educación personal y profesional, de modo que pudieran llegar a ser personas preparadas y, por lo tanto, capaces de desempeñar un trabajo que les permitiera una vida digna. Por eso, según escribía entonces, “Como el fundamento de la educación y la base de todo progreso moral y material es Jesucristo, lo primero que hicimos fue instalar el Santísimo Sacramento en nuestra Ermita. Pero ¿dónde diréis que hemos tenido que colocar al Rey de cielos y tierra?, pues en una cueva, parecida a las antiguas catacumbas”. Y es que, desde hacía siglos, una de las cuevas, situada en un lugar céntrico del barrio, había sido convertida en ermita. La presidía un hermoso cuadro de la Virgen de Gracia, al que tenían gran devoción en la zona, pero aunque esa preciosa cueva era parroquia, no solía tener culto. Por eso lo primero que procuró el joven Padre Poveda es que estuviera allí el Señor, presente en el sagrario. Para él, Jesucristo siempre fue el centro de su persona y de toda su actividad y lo demostró desde el principio, en las cuevas de Guadix.

Con ayudas de entidades públicas y de personas particulares, en pocos meses pudo construir las “Escuelas del Sagrado Corazón de Jesús”, contratar y pagar a los maestro, dar de comer a algunos niños y niñas y crear clases nocturnas y talleres para adultos, realizando así una importante tarea de ayuda humanitaria, educativa y de formación cristiana y profesional en este amplio sector de la población, olvidado de todos y carente de recursos. Además, interesó en esta tarea a las autoridades locales y a los centros de cultura de Guadix, acercando a los habitantes de la ciudad y de las cuevas, secularmente distanciados entre sí. Las autoridades locales supieron reconocerle esta importante tarea humanitaria nombrándole en 1904 “Hijo adoptivo predilecto” y dedicándole una calle y un bonito álbum con más de 700 firmas, “costeado por el elemento joven de la localidad”, según está escrito en la portada.

Para entonces ya se habían trasladado a vivir con don Pedro sus padres y Carlos, el hermano menor. Decididos a permanecer en Guadix, habían llevado con ellos incluso un gran cuadro de la Inmaculada que tenía desde antiguo la familia, ante el cual según él mismo explicaba después, una tía abuela lo había ofrecido a la Virgen al nacer “para que me bendijera y para pedirle que si no había de ser buen cristiano me quitara la vida antes de ver la luz”. Siempre le tuvo un cariño especial.

El Padre Poveda siempre fue muy devoto de la Virgen y también se grabó en él de modo muy singular el aludido cuadro de Nuestra Señora de Gracia, que presidía la “Ermita Nueva” de las cuevas. En 1934, dos años antes de su muerte, lo recordaba de esta manera:

“Confieso ingenuamente que al subir yo a las cuevas de Guadix con un grupo de mis seminaristas, no pensé en otra cosa sino en una catequesis; que de nuestras visitas a la ermita de la Virgen de Gracia, titular de aquel sagrado recinto, medio cueva, medio capilla, surgió el plan de las escuelas y que la vocación a este género de apostolado tuvo su origen allí y las cambiantes posteriores, hasta llegar a la realización de su última etapa, la Institución Teresiana, ante otra imagen de nuestra Señora, en la santa cueva de Covadonga”.

Reflexión y oración: fundador de la Institución Teresiana



Después de tres años de intensísimo trabajo, ante las inevitables dificultades que también encontró, en 1905 se trasladó a Madrid con el propósito de fundar un asilo para niños de la calle, que no pudo realizar. Estuvo en Linares y en Baeza, ayudando a un hermano suyo en los estudios, hasta que en 1906 fue nombrado canónigo de la Basílica de Nuestra Señora de Covadonga (Asturias), en la zona montañosa del norte de España. Allí permaneció hasta 1913.

El cambio de circunstancia y de ambiente respecto a su Andalucía natal, no modificó su actitud. Atento al nuevo entorno en que vivía por exigencia de su fe, se preocupó en primer lugar de los numerosos visitantes que acudían al Santuario. Para que su experiencia religiosa se prolongara algo más que las pocas horas de su estancia allí, editó libros y opúsculos, con los que también pretendía colaborar a su formación cristiana, como En provecho del alma (Linares, 1909), Para los niños (Barcelona, 1910) y Plan de vida (Linares, 1911). En otro librito, Visita a la Santina (Oviedo, 1909), ofrecía a los peregrinos sugerencias para el tiempo que permanecieran en el Santuario y, con los cinco folletos titulados La Voz del Amado (Vergara, 1908), pretendía facilitarles la práctica de la oración con base en textos de la Sagrada Escritura, lo cual entonces era una gran novedad. También les exhortaba a la conversión continua, al buen uso del tiempo y a la comunión frecuente, bien preparada y agradecida, según las orientaciones pastorales que se estaban dando en ese momento en la Iglesia.

Durante estos siete intensos años de Covadonga, fue profundizando en la comprensión de lo que ya había comenzado a percibir en Guadix: la importancia de atender a la educación de los niños y jóvenes para que llegaran a ser personas libres y responsables en la sociedad y, por tanto, la necesidad de que los maestros estuvieran bien preparados profesionalmente, vivieran su fe de modo coherente y responsable, fueran solidarios y supieran cooperar.

Sus frecuentes estancias en Madrid, paso obligado en sus viajes desde Covadonga a Linares; la proximidad de Oviedo, con una prestigiosa Universidad, y la cercana ciudad de Gijón, con un importante puerto abierto a Europa y América, le fueron ampliando horizontes y conocimientos, de modo que llegó a captar con gran clarividencia y profundidad los problemas que, fundamentalmente sobre educación y enseñanza, se debatían en el momento.

Gran parte de las cuestiones entonces planteadas tenían como base la relación entre la fe y la ciencia, conflictiva para quienes se consideraban más renovadores, y esto incidía de modo decisivo en el campo de la escuela. Es lo que analizó en algunos artículos que dio a conocer a través de la prensa, recogidos poco después en el folleto Alrededor de un proyecto (Linares, 1913). Además, era el momento en que, a partir de distintas experiencias aisladas, se estaña sistematizando la pedagogía científica, y cuando el Estado intentaba adueñarse de la escuela, antes principalmente en manos de la Iglesia.

La etapa de Covadonga fue decisiva en su biografía. Intensa en reflexión y proyectos, en ella maduró su ideal apostólico y educativo, orientado ya de por vida hacia la formación y coordinación de los educadores.

En los amplios tiempos dedicados a la oración “mirando a la Santina”, profundizó en el misterio de la Encarnación del Verbo y, por tanto, en la implicación de los creyentes en la obra de la Redención. Y de su propia identificación con Jesucristo Crucificado y de la reflexión, desde la fe, sobre la realidad que progresivamente iba descubriendo, le fueron surgiendo nuevos proyectos de acción. Para llevarlos a la práctica escribió y publicó artículos y opúsculos programáticos, como el conocido Ensayo de Proyectos Pedagógicos (Gijón, 1911 y Sevilla, 1912), Simulacro pedagógico (Sevilla 1912) y Diario de una Fundación (Sevilla, 1912). En estos folletos tuvo la clarividencia y la audacia de proponer un amplio plan de formación y coordinación del profesorado, que poco después dio lugar a la “Federación Nacional de Maestros Católicos”. Y, dispuesto siempre a “comenzar haciendo”, a partir de 1911 fundó Academias para estudiantes de Magisterio, Centros Pedagógicos y Revistas, germen de su principal obra, la Institución Teresiana. Para las Academias escribió los Avisos Espirituales de Santa Teresa de Jesús, veinte breves capítulos con textos escogidos de las obras de la Santa, y unos originales Consejos (Covadonga, 1911) dirigidos a las Profesoras y Alumnas, futuras maestras, en los que dejó claramente esbozadas las líneas pedagógicas que había de desarrollar después.

En la I Asamblea General de la Institución Teresiana, celebrada en 1928, el fundador planteó la pregunta: ¿podría desidentificarse la Obra? Y volviendo los ojos al origen, clave siempre de renovada identidad, escribió estas y otras consideraciones al respecto:

“Covadonga es para la Institución algo singular, único, y para mí algo más singular y más único.

La santa Cueva será siempre la cuna de nuestra amadísima Obra.

Ante la imagen de la Santina se oró, se proyecto, se vio, por decirlo así, el desarrollo de la Obra.

En fin, siete años de vida intensa en aquel bendito recinto dan mucho de sí, y todo lo que dieron fue en torno del ideal de mi vida, que surgió y cristalizó mirando a la Santina”.

¿Cómo pudo afirmar San Pedro Poveda que la Institución Teresiana había nacido en Covadonga y no en Gijón, donde en agosto de 1911 fundó la primera Academia para maestros, o en Oviedo, donde en diciembre del mismo año dio vida a la primera Academia femenina para estudiantes de Magisterio? Resulta evidente que, en coherencia con su pensar y su sentir, el fundador no relacionaba el origen de su Obra con las actividades concretas a que inicialmente dio lugar el nuevo carisma, sino con su momento fontal, genuino, germinal; con la inspiración nacida de la oración y el estudio que alentó aquéllas y todas las actividades que vendrían después. Porque la Institución Teresiana, en su peculiar identidad, no hace referencia a una actividad concreta, sino a un proyecto de formación y coordinación de educadores, animado por el Espíritu, que surgió y cristalizó mirando a la Santina.

De aquí también que, para el fundador, la devoción a Nuestra Señora fuera algo sustancial, irrenunciable, por constituir un elemento de su identidad. Había escrito en 1927 refiriéndose al evidente marianismo que caracterizaba a la Institución: “Tan de Dios me parece esta señal que, os lo confieso sinceramente, preferiría ver desaparecer la Obra a ver disminuir en ella la devoción mariana”. Porque, en ese caso, se estaría debilitando su identidad. E insistía: la Institución Teresiana “es una asociación eminentemente mariana por su origen, por su historia y por su propia elección. Nació en la cueva de Covadonga”.

Impulso a la Institución Teresiana y compromiso con su ambiente

“Sentí muchísimo salir de Covadonga, pero fue mayor la alegría que me produjo la esperanza de ver progresar mi Obra en muchas partes. Desde Jaén podía servir mejor a la Obra”. Así explicaba don Pedro su traslado a Jaén en 1913.

El Obispo de esta diócesis lo recibió complacido, tal como expresaba unos años después, en enero de 1917, en una carta dirigida a Poveda:

“Cuando usted fue nombrado canónigo de la Catedral de Jaén, recibí una carta del señor Abad de la Colegiata de Covadonga, en donde usted era prebendado, dándome la enhora­buena por su traslado a Jaén y haciéndome el elogio de su Obra, de su espíritu de propaganda católica y de sus aptitu­des pedagógicas para tan importante objeto [...].

En suma: mi juicio sobre la Obra de usted es, que la considero como bajada del Cielo, de oportunidad extraordinaria para atender a las necesidades que exigen los tiempos presentes [...] y, por consiguiente, Obra de grande y dilatada trascendencia. Concluyo alentándolo a seguir adelante”.

Para mejor impulsar, pues, esta Obra que agrupaba a personas dedicadas a evangelizar en el mundo de la educación y la cultura, principalmente en el campo de del magisterio, decidió regresar a su diócesis de origen, teniendo en cuenta, además, que, en cumplimiento de un reciente decreto, en el curso 1913-1914 estaba previsto crear Escuelas Normales de Maestras en las capitales de provincia que no la tuvieran, como era el caso de Jaén, donde sólo había Normal para Maestros.

Allí fue canónigo de la Catedral, obtuvo el título de Maestro, trabajó como profesor del Seminario y de ambas Escuelas Normales y participó activamente en la vida de la ciudad, prestando siempre notable atención a los sectores más necesitados y a las nuevas corrientes educativas y culturales del ambiente local. Muy pronto fue reclamada su presencia en diversas iniciativas ciudadanas, como la Asociación de la Prensa, la Academia de Estudios Superiores y la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Fue también director espiritual del Centro Catequístico de Obreros, miembro de la Junta de Reclusos y Libertos y Vocal de la Junta Provincial de Beneficencia. Y desde 1912 pertenecía a la Unión Apostólica de Sacerdotes Seculares, de carácter internacional.

En Jaén publicó el folleto El estudio de la Pedagogía en los Seminarios (1917), que recoge la lección inaugural del curso 1914-1915, que le correspondió dictar como último profesor llegado al Centro. Manifestó de modo muy documentado su convencimiento convencido de que, quienes tenían por misión educar en la fe, deberían gozar de la preparación pedagógica adecuada, haciendo propuestas concretas.

Apenas llegado a Jaén, conoció a María Josefa Segovia, entonces de 22 años de edad, que estaba concluyendo sus estudios en la Escuela Superior del Magisterio de Madrid y llegó a ser su principal colaboradora en la Institución Teresiana. A ella le confió iniciar una Academia-Internado en dicha ciudad para las alumnas de la nueva Escuela Normal femenina, mientras hacía sus Prácticas y Memoria de la Escuela Superior, tarea que realizó con notable competencia y entusiasmo. Y desde allí continuó don Pedro animando la creación de otras Academias y Centros de formación pedagógica en distintas capitales de provincia, que eran al mismo tiempo hogares de profunda vida cristiana y presentaban una fisonomía cada vez más propia y definida.

Esta Obra se extendió con mucha rapidez y vio crecer notablemente sus actividades y sus colaboradores, contribuyendo de modo decisivo a la promoción y formación de la mujer. Las Academias de Santa Teresa de Jesús, la mayoría de ellas con internado para las estudiantes de las Escuelas Normales, facilitaron el acceso a los estudios de Magisterio a muchas jóvenes de las ciudades y de los pueblos y su posterior ejercicio profesional. Además, en 1914 don Pedro Poveda abrió en Madrid la primera residencia universitaria femenina de España y aglutinó a buena parte del profesorado femenino, en particular de Escuelas Normales. La Obra Teresiana, al comienzo de los años veinte del siglo pasado, llegó a ser tal vez el grupo más cualificado y comprometido en la formación humana y cristiana de la mujer estudiosa.

La Institución Teresiana, articulada en diversos grupos y con presencia muy activa en los diversos sectores de la cultura y de la sociedad, en 1917 fue reconocida civilmente en Jaén según de la vigente Ley de Asociaciones y obtuvo aprobación eclesiástica diocesana como Asociación de Fieles, una “Pía Unión” según el recién promulgado Código de Derecho Canónico. Quedó constituida desde el principio como una Institución de fieles laicos compleja, con un único espíritu y misión y diversos modos de ser miembro de ella. Se acogía a la titularidad de Santa Teresa de Jesús, mujer de amplia cultura y de sólida vida de oración, adoptaba como estilo de vida el de los primeros cristianos, e identificaba la educación y la cultura como el ámbito específico de su misión.

En los últimos años de su estancia en Jaén, el Padre Poveda ―como todos le llamaban― escribió y dio a la imprenta Consideraciones (1920) y, principalmente, el folleto y el libro titulados Jesús, Maestro de oración (Córdoba, 1922), hoy publicado en edición crítica en la Biblioteca de Autores Cristianos (Madrid, 1997 y 2000). También vieron nuevas ediciones sus escritos de la etapa de Covadonga y añadió una nueva e importante serie a sus Consejos.

Desde que viera la luz el primer número de la “Primera Época” en octubre de 1913, don Pedro Poveda animó siempre el Boletín de las Academias Teresianas, revista pionera en su género en cuanto a la formación pedagógica de los educadores, formación en consonancia con la también deseada profundización en su fe. Él escribió con frecuencia en las páginas del Boletín y animó a las profesoras de las Academias a que lo hicieran, logrando mantener viva, y cada vez más lograda, la presencia de esta publicación en los ambientes educativos.

Una Obra de Iglesia abierta al futuro. Intensa actividad apostólica

En 1921 don Pedro Poveda fijó su residencia en Madrid, por haber sido nombrado uno de los seis capellanes de la real capilla. En esta ciudad desempeñó diversos encargos, entre ellos el de formar parte, en 1922, de la recién creada Comisión Central contra el Analfabetismo. En este mismo año fue nombrado Arcipreste de Vic (Barcelona), y enseguida de El Burgo de Osma (Soria), por permuta de su cargo en la catedral de Jaén, con dispensa de residencia para poder atender a los servicios que le habían sido solicitados en Madrid.

Buena parte de su actividad en la Capital consistió en consolidar la Obra Teresiana, que continuaba extendiéndose. En 1919 María Josefa Segovia había sido nombrada por él primera directora general y, en esos años, quedó definitivamente configurada en sus fines y en su compleja organización, que articula, en una sola Institución, un núcleo de mujeres plenamente comprometidas con la Obra y su misión en entrega total a Jesucristo, y diversas asociaciones cooperadoras. La finalidad educativa y cultural tiene como base la especial atención a la formación cristiana, humana y profesional de todos los miembros y, como característica principal, la presencia en puestos que permiten la relación de y con todos los grupos sociales, como son los de carácter público.

Alcanzado un considerable desarrollo geográfico y organizativo, bien precisado el espíritu que había de animarla y los modos y formas de realizar la misión, a instancias del Nuncio de Su Santidad en España, la Asociación de Fieles “Institución Teresiana”, fue presentada a Roma por algunos de sus miembros en solicitud de aprobación pontificia. La obtuvo a perpetuidad mediante el Breve Inter frugiferas, del Papa Pío XI, el 11 de enero de 1924. Se daba así estabilidad a un nuevo carisma en la Iglesia y en mundo, que requería a los fieles laicos un exigente compromiso de vida evangélica y una peculiar responsabilidad en algunos aspectos concretos de la misión eclesial, carisma iniciador de un camino que luego se ha hecho más amplio y común.

Pedagogo de la vida cristiana y de las relaciones entre la fe y la ciencia, hombre de profunda oración y solidario con los más necesitados, el Padre Poveda estaba convencido de que los cristianos debían aportar su esfuerzo para la construcción de un mundo más fraterno para todos, según el plan de Dios, por lo que, ratificado el carisma de la Institución Teresiana con la reciente aprobación del Papa, a través de esta Obra y de otras actividades se lanzó aún más decididamente a promover la presencia de hombres y mujeres de fe en los distintos ámbitos culturales y de la sociedad.

Continuó poniendo creciente empeño en alentar proyectos de carácter educativo. Así, en 1925 contribuyó a realizar y apoyó un plan de la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio en favor de los maestros de las escuelas rurales de las zonas más desfavorecidas; en 1926 atendió el ruego del Obispo de Madrid-Alcalá de fundar una Academia para maestros, base de la Institución del Divino Maestro, que reunía a educadores varones; en estas mismas fechas, alentados por la Institución Teresiana, inició programas de avanzada en favor de la mujer campesina y en 1927 formalizó la creación del Instituto Católico Femenino de Madrid, ensayado desde 1923, primer centro de Enseñanza Media de iniciativa privada con estudios de validez oficial, con el que se proponía facilitar el acceso de la mujer a la Universidad. En 1928 y 1930 favoreció la presencia de maestras de la Institución Teresiana en las campañas misionales para los emigrantes en el sur de Francia promovidas por el episcopado español; en 1929, junto con los PP. Enrique Herrera Oria, SJ, y Domingo Lázaro, SM, fundó la F.A.E. (Federación de Amigos de la Enseñanza), con el propósito de alentar a personas, grupos y asociaciones comprometidas en el ámbito educativo, y formó parte de la primera Junta de gobierno y del Consejo de Redacción de su revista, Atenas. Por estas mismas fechas, difundió la encíclica de Pío XI Divini illius Magistri (1929), sobre la cristiana educación de la juventud,

Trabajó también, y muy activamente, con la Acción Católica. En este mismo año 1929 el Obispo de Madrid-Alcalá y el Cardenal Primado le encargaron la organización de las Estudiantes Universitarias Católicas, para las que abrió una sede en Madrid, animada por miembros de la Institución Teresiana. También en 1929 participó en el I Congreso Nacional de la Acción Católica como Consiliario de la Asociación de Padres de Familia, y en 1930 en la I Asamblea de la Acción Católica Nacional, como Presidente de las Juventudes y Estudiantes. En 1930 fue invitado por la Junta Central de Acción Católica a formar parte de una comisión encargada de estudiar un proyecto de Universidad Católica para España, como existían en otros países europeos, comprometiéndose en el plan para la Facultad de Pedagogía de dicha Universidad.

En estos años, cuando la mujer se iba incorporando a las tareas de la sociedad contemporánea, la Institución Teresiana, en progresivo desarrollo, suponía no solo un movimiento de avanzada, sino que estaba siendo capaz de diseñar programas de acción y de ofrecer recursos formativos capaces de dar respuesta a los nuevos retos del cambiante contexto.

Atento como siempre al ámbito de la educación y la cultura, al percibir el considerable aumento del número de estudiantes universitarios en la tercera década del siglo XX, don Pedro Poveda se interesó activamente por ese sector. Además de asumir la aludida organización de las Estudiantes universitarias de la Acción Católica, y potenciar el recién creado el Instituto Católico Femenino, abrió nuevas residencias de la Institución Teresiana para la mujer que acudía a la Universidad y, en los años difíciles de la II República, ideó medios para mantener Asociaciones de estudiantes y licenciadas jóvenes, como la Liga Femenina de Orientación y Cultura.

Convencido de que la piedad y la cultura estaban llamadas a convivir en buena armonía en la mente y el corazón de los creyentes, y que la fe no ponía en conflicto la dedicación a los más altos estudios, como algunos no cesaban de afirmar, de este modo se dirigía a las universitarias en 1930, expresándoles lo más genuino del carisma de la Institución Teresiana:

“En nuestro programa, después de la fe, mejor dicho, con la fe, ponemos la ciencia. Somos hijos del Dios de las Ciencias, de quien dice la Sagrada Escritura: ‘Deus Scientiarum, Dominus est’. El autor de la fe y de la ciencia es uno mismo, Dios, y el sujeto de la fe y de la ciencia, la criatura humana. Así como os decía el otro día que seáis mujeres de mucha fe, de fe viva, de fe sentida, y que nunca digáis: no más fe, así os digo hoy: desead la ciencia, trabajad por conseguirla y no os canséis nunca, ni digáis jamás: no más ciencia. La mucha ciencia lleva a Dios, la poca nos separa de Él”.

O dicho de otro modo, en 1932: “Hay que demostrar con los hechos que la ciencia hermana bien con la santidad de vida”.

Pero una fe y una ciencia cuyo fin no es cualificar a quien las posee, sino ser verdadero y humilde signo del Reino de Dios. También de estas fechas, y dirigida a los mismos destinatarios, es esta otra afirmación muy suya, que repite y subraya en el folleto Hablemos de las alumnas, publicado en 1933:

“Juzgo como un error el afán desmedido de rodear a la joven estudiante de todo género de comodidades y de aislarla de todo contacto con la humanidad pobre y necesitada para evitarle sufrimientos y disgustos. ¿Para qué servirá después una joven así educada? ¿Qué papel hará en la sociedad, qué remediará con su ciencia?”.

No era fácil la propuesta, y menos para los que, con la mejor intención, pensaban que los estudios superiores podían incluso ser perjudiciales para las jóvenes estudiantes. O que poseer un título académico superior significaba colocarse por encima de los demás. Suenan casi a justificación las palabras de don Pedro en 1927, apoyando el programa del Instituto Católico Femenino: “que educar a la mujer, aunque sea para la universidad, no es deformarla, sino perfeccionarla”. Era bien consciente de la dificultad, no sólo ambiental o de contexto, sino porque intentaba relacionar términos que podían parecer antinómicos, aunque, adecuadamente relacionados, llegaran a reclamarse entre sí.

Se trataba, en realidad, de un nuevo carisma en la Iglesia y para el mundo, que entrañaba en sí no sólo la articulación fe-ciencia o piedad-estudio, sino la mayor exigencia de vida cristiana en los miembros de una Institución aprobada por el Papa con la sencilla forma jurídica de una “Pía Unión” de fieles laicos. Escribía en 1929:

“Hemos inaugurado un camino nuevo en el Derecho Canónico y hemos dado la pauta para otras obras, pero ¿habremos dado el ejemplo de virtud, de perfección? [...]. Para la Obra grande que realizamos, esta Obra audaz, atrevidísima, si vale la frase ─casi temeraria─, se necesita extraordinaria vocación, santa chifladura de perfección, prurito de exquisitez espiritual, temple de mártir, celo de apóstol, monomanía de ciencia, obsesión de edificación”.

Aún sin formar parte de los organismos directivos de la Institución Teresiana, en los últimos años de su vida se dedicó intensamente, como fundador, a abrir nuevos campos a los diferentes aspectos de su misión, a impulsar decididamente esta Obra que, como decimos, estaba aportando a la Iglesia un carisma muy nuevo y eficaz, y a tomar las adecuadas previsiones para impedir que el paso del tiempo, o diferentes circunstancias, la pudieran desidentificar. “La Obra ha de ser ahora y siempre como se pensó en un principio ─decía─. Santidad más que nunca; virtudes sólidas a costa de la vida”. Y se reafirmaba en lo expresado poco después de la aprobación pontificia de la Institución Teresiana: “Pía Unión Primaria. Una mínima asociación en el orden canónico, pero ¡cuán grande es su misión! ¡cuánta santidad se les pide! ¡qué Madre ─Santa Teresa─ tan excelsa tienen!”.

Con clara conciencia de la identidad y de la universalidad de este carisma, alentó también la expansión geográfica de la Obra, intensificando la relación con diversas organizaciones internacionales, e iniciando la presencia de la Institución Teresiana fuera de España: en 1928 en Santiago de Chile y en 1934 en Roma, “en pro de la mayor identificación con la Iglesia”.

Para dejar bien identificada y consolidada la Obra en su más genuina identidad, en 1935 obtuvo de la Santa sede el Breve Litteris Apostolicis, que afirmaba el origen de la Institución Teresiana en Covadonga, a don Pedro Poveda como su fundador y el carácter universal de esta Obra.

Por su parte, para mejor cumplir sus obligaciones de presbítero y atento siempre a los más necesitados, además de seguir perteneciendo a la Unión Apostólica de sacerdotes Seculares, desde 1930 se incorporó a la Hermandad del Refugio y Piedad de Madrid, destinada a atender a pobres, vagabundos y enfermos.

Reconocido como hombre prudente y de concordia, de probada virtud y de consejo, con heroica caridad, sencillo, dialogante y profundamente humilde, San Pedro Poveda supo también acoger y ofrecer su madura experiencia a jóvenes sacerdotes, religiosos y seglares, algunos de ellos iniciadores de obras que se consolidaron después, que acudían a él en búsqueda de orientaciones, sugerencias y apoyos. “Todos hemos de cooperar”; “hay en el campo lugar para todos, puesto para cada uno y esfera de acción donde moverse”, son frases de sus escritos primeros, cuyo contenido supo llevar siempre a la práctica, y que explican y dan pleno sentido a su invariable actitud de “unir fuerzas”, colaborar con otros y suscitar cooperación.

La Encarnación del Verbo como llamada a la santidad

La más genuina formulación del carisma que sustenta la Institución Teresiana, del don de Dios para la Iglesia y para el mundo recibido por quien desde muy pronto se definió a sí mismo como “instrumento” en manos del Señor, está condensada en este breve texto, tempranamente redactado por san Pedro Poveda:

“La Encarnación bien entendida, la persona de Cristo, su naturaleza y su vida dan, para quien lo entiende, la norma segura para llegar a ser santo con la santidad más verdadera, siendo al propio tiempo humano, con el humanismo verdad”.

Corresponde a la parte final, conclusiva, de un breve escrito de 1915, hecho público en el Boletín de las Academias Teresianas de 15 de octubre de 1916 que, refiriéndose a Santa Teresa de Jesús, se proponía explicar el “carácter eminentemente humano” de “aquella vida toda de Dios”.

Esta rotunda y contundente llamada a la santidad, fruto de haber entendido bien el misterio de la Encarnación del Verbo, que percibe, por tanto, en la persona de Cristo la clave de una vida plenamente humana y toda de Dios, constituye el núcleo de la espiritualidad del sacerdote Pedro Poveda y del carisma de la asociación de fieles laicos fundada por él, que es la Institución Teresiana. Lo demás, es desarrollo y explicitación de este pensamiento primero, fundamental, básico, que presenta, también desde el principio, un subrayado esencial. “Fe y ciencia”, o “espíritu y ciencia”, “oración y estudio”, “profesorado virtuoso y sabio”, “piedad y cultura”…, son algunas de las variantes del repetido binomio povedano, cuyos términos se reclaman entre sí, definido por él como “forma sustancial”, “dogma” o voluntad fundacional de su Institución Teresiana.

Estaba convencido de que los cristianos, llamados a la santidad en su compromiso con la fe y la cultura, podían y debían aportar a la sociedad pluralista contemporánea valores y orientaciones para la construcción de un mundo más humano, más justo y solidario. Si proporcionó a los habitantes de las cuevas de Guadix los mejores métodos pedagógicos del momento, era porque en su modo primero y permanente de entender la conjunción fe-ciencia subyacía un sentido de comunión, de solidaridad y de justicia que obliga a dar lo mejor al más necesitado de ello, y que es capaz encauzar los esfuerzos comunes hacia un futuro más acorde con la verdadera voluntad del Señor. Por eso, el estilo de esta espiritualidad se caracteriza por la sencillez, la alegría, la mansedumbre, la responsabilidad en el trabajo, la capacidad de colaborar y la constante exigencia en el estudio. Y tiene como meta la más auténtica santidad.

Convencido de que es obligación ineludible del creyente cumplir con el propio deber, y más cuando goza de una preparación a la que no todos han tenido acceso, o entraña una seria responsabilidad respecto a los otros, escribía en 1930 a las universitarias:

“Si sois mujeres de fe estimaréis como deber primordial el cumplimiento de vuestras obligaciones y una de ellas, y sacratísima por cierto, es el estudio, el trabajo, el asiduo trabajo para capacitaros y ostentar dignamente un título que, si os da acceso a puestos sociales de importancia y honor, os obliga a adquirir el bagaje científico necesario para desempeñarlos dignamente y para no engañar a la sociedad que, si os otorga esos puestos, es porque os supone preparadas para desempeñarlos”.

Los numerosos escritos dedicados a la Institución Teresiana por su fundador trazan, pues, un itinerario que tiene como eje un profundo cristocentrismo ─ “la Encarnación bien entendida” ─, requiere la vida en el Espíritu, considera esencial la sólida devoción mariana y el profundo sentido de Iglesia, y hace de la educación y la cultura un verdadero signo del Reino de Dios. Una auténtica vida cristiana, en suma, con los subrayados de un carisma que tiene una responsabilidad específica en la Iglesia y en la sociedad.

En lo que respecta a su propia persona, su espiritualidad como sacerdote tuvo siempre como centro una profunda vida eucarística, de la cual brotaba su intensa actividad apostólica. La intimidad y la identificación con Cristo crucificado, su heroica caridad con todos, la profundísima humildad y la auténtica mansedumbre son los rasgos que más caracterizaron a este inconfundible hombre de Dios.

Y, como síntesis o consolidada actitud en él y propuesta a los demás, la importancia del buen obrar, del elocuente testimonio de los hechos, de las realidades. De 1935, un años antes de sus muerte, son estas afirmaciones, expresadas desde el principio de modos muy diversos:

“La verdad está en los hechos, no en las palabras, como decía San Juan con esta frase: Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y con las palabras, sino con las obras, porque éste es el verdadero amor. Las obras, sí; ellas son las que dan testimonio de nosotros y las que dicen con elocuencia incomparable lo que somos”.

Entregado del todo, hasta el martirio

El deseo de vivir su fe hasta la donación de la propia vida si fuera necesario, manifestado en algunas ocasiones, había ido generando en san Pedro Poveda una auténtica espiritualidad martirial. “Humillaciones, abatimientos, contrariedades, persecuciones, sufrimientos, martirio, todo ello viene como consecuencia legítima” ─había escrito en 1920─ de ser coherente con la fe. La circunstancia concreta, la dura persecución religiosa en España a partir de 1931 y, más aún en 1936, sólo fue una ocasión que puso en evidencia lo que ya se había ido consolidando en su interior.

En esos años difíciles, de tanto extremismo y dolor, insistió continuamente en la no violencia. Afirmaba sin cesar: “No hay que hacerse ilusiones; la mansedumbre, la afabilidad, la dulzura son las virtudes que conquistan al mundo”. Y también:

“Ahora es tiempo de redoblar la oración, de sufrir mejor, de derrochar caridad, de hablar menos, de vivir muy unidos a nuestro Señor, de ser muy prudentes, de con solar al prójimo, de alentar a los pusilánimes, de prodigar misericordia, de vivir pendientes de la Providencia, de tener y dar paz”.

El P. Agostino Gemelli, OFM, fundador y rector de la Universidad Católica de Milán, que en sus repetidos viajes a España conversó varias veces con don Pedro Poveda, nos ha ofrecido un importante testimonio sobre sus actitudes en ese momento crucial:

“Conocí al Padre Pedro Poveda con motivo de mis tres viajes a España, durante los cuales cada vez permanecí aproximadamente una semana en Madrid. Además he mantenido con él frecuente e intenso intercambio de correspondencia […].

Mi tercer viaje tuvo lugar, si no me equivoco, en 1935; entonces ya eran numerosos y frecuentes los signos de la gran perturbación que agitaba a todas las clases sociales.

Un día, con mucho candor, y con gran sencillez me dijo que si fuera necesario derramar la sangre por la Iglesia, estaba dispuesto a hacerlo con ánimo no sólo resignado, sino gozoso, no temiendo nada para sí mismo y con la seguridad de que la Providencia de Dios salvaría a los miembros de su Institución. Estas expresiones sencillas, sinceras, manifestación de un profundo convencimiento, me admiraron tanto que cuando llegó a Italia la noticia de su muerte atroz, no tardé en decir a mis amigos y conocidos que, salvo el juicio de la Iglesia, podía ser considerado mártir. La narración de los sufrimientos padecidos y del modo como fue ejecutado me pareció una consecuencia lógica de su estado de ánimo”.

El 27 de julio de 1936, cuando acababa de celebrar la santa Misa, fue detenido en su casa de la calle de La Alameda de Madrid. No ocultó su identidad ante quienes fueron a buscarlo: “Soy sacerdote de Jesucristo”, afirmó sin titubear. Unas horas después, al ser separado de su hermano, que voluntariamente le había acompañado, le dijo despidiéndose de él: “Serenidad, Carlos, se ve que el Señor, que me ha querido fundador, me quiere también mártir”. Y no se supo más con certeza de él.

A la mañana siguiente, una profesora y una joven doctora de la Institución Teresiana encontraron su cadáver, con signos recientes de haber recibido disparos de bala, junto a la capilla del cementerio de Nuestra Señora de La Almudena de Madrid. Sobre su pecho aparecía, atravesado por el proyectil y empapado en sangre, el escapulario de la Virgen del Carmen. Tenía sesenta y un años de edad. Trasladaron su cadáver al cementerio de la sacramental de San Lorenzo, donde recibió sepultura el día 29, junto a su madre que, tras largos años de vivir con él, había fallecido el año anterior.

También una joven maestra perteneciente a la Institución Teresiana, la Beata Victoria Díez y Bustos de Molina, sufrió el martirio en Hornachuelos (Córdoba) pocos días después, el 12 agosto del mismo año 1936.

La gran fama de santidad gozada por don Pedro Poveda ya en vida y después de la muerte, que se consideró desde el principio verdadero martirio, indujo a la Institución Teresiana a solicitar la instrucción de su Causa de canonización por esta vía en 1955. Concluidos todos los procesos, incluido el de práctica heroica de la virtud, que también se realizó, fue beatificado por el Papa Juan Pablo II en Roma el día 10 de octubre de 1993 por sus virtudes y su martirio. Diez años después, el 4 de mayo de 2003, como ya hemos indicado, ha sido canonizado en Madrid, durante la V visita apostólica del Papa Juan Pablo II a España. Sus venerados restos se encuentran en la Casa de Espiritualidad “Santa María”, de la Institución Teresiana, en Los Negrales (Madrid).

“Hago justicia al Padre Poveda”

Así se expresaba el P. Jesús Castellano, eminente teólogo, profesor de Espiritualidad en el Pontificio Instituto de Espiritualidad Theresianum de Roma celebrando allí, el 17 de mayo de 2003, la reciente canonización de san Pedro Poveda:

“Como estudioso que soy de la espiritualidad del siglo XX, debo afirmar que una lectura de los escritos del Padre Poveda me resulta de grandísimo interés.

Hay que hacer justicia a este hombre por algunas razones fundamentales. La primera porque la espiritualidad del Padre Poveda tiene todos los títulos para ser considerada anticipadora de toda una serie de valores que constituye la trama de la espiritualidad del siglo XX, con el Concilio Vaticano II y con la espiritualidad que él anticipa”.

Sin duda alguna, el humanismo povedano, con amplia raíz bíblica, y que encuentra “la norma segura para llegar a ser santo” en “la Encarnación bien entendida”, es claramente anticipador de la serie de valores que asume, concreta y propone el Concilio Vaticano II. Insiste P. Jesús Castellano:

“Encuentro verdaderamente en Pedro Poveda un anticipador y un forjador de la espiritualidad del siglo XX, incluso antes que los grandes autores, reconocidos hasta hoy en los manuales de historia de la espiritualidad contemporánea.

Es un anticipador de una espiritualidad que estaba para nacer como espiritualidad: abierta, evangélica, que vuelve a las fuentes, de gran apertura al mundo necesitado de un cristianismo vivo y adaptado a las nuevas condiciones de un contexto que está cambiando.

Hago, pues, justicia al Padre Poveda: debemos verdaderamente considerarlo entre los testigos, maestros y fundadores que pertenecen a la formación de la espiritualidad, con intuiciones anticipadoras, de la primera mitad del siglo XX. Que esto quede para la historia de la espiritualidad de la Iglesia”.

Y, basándose en los escritos de san Pedro Poveda, en la novedad del carisma que entraña la Institución Teresiana y en impulso que durante su vida dio a esta Obra, lo explica así:

“Bastaría retomar toda la temática de Jesús Maestro de Oración, de ‘la Vid y los sarmientos’ y de otras ideas cristológicas para ver su modernidad evangélica. Es una espiritualidad que anticipa en la España de la primera mitad del siglo XX el retorno a las fuentes, característico de algunos decenios posteriores, con su apasionada consideración de la vida de los primeros cristianos como modelo; una especie de anticipación del gran movimiento de retorno a los Padres en la teología de la espiritualidad.

La de Poveda es una espiritualidad que revalora, con la ayuda de los textos bíblicos del Nuevo Testamento, la dimensión profética, sacerdotal y real del pueblo de Dios. Una espiritualidad, además, que conecta con otra parte de la espiritualidad del siglo XX que se forja sobre todo después de la primera y de la segunda guerras mundiales: la espiritualidad del compromiso en el mundo, de la revaloración de las realidades creadas, en relación con la cultura y con la promoción de la mujer. Es la suya una espiritualidad, además, viva, concreta, con grandes intuiciones pedagógicas y con inmediatas aplicaciones vitales.

No es un escritor de grandes tratados; es el hombre concreto, que transmite experiencia; un verdadero mistagogo ─diríamos hoy─ de la vida evangélica, del compromiso apostólico. Un verdadero maestro espiritual”.

En este sentido, el P. Castellano destaca la señala referencia de San Pedro Poveda a los primeros cristianos, presente en sus escritos desde fechas bien tempranas. Incluso las cuevas de Guadix le recordaban las antiguas catacumbas, que esos momentos estaban saliendo a la luz. La referencia a la primitiva iglesia, a los primeros seguidores de Jesús, es uno de los signos más claros de la novedad del carisma recibido por él, carisma llamado a impregnar el momento presente de la originaria pureza evangélica:

“Es viva su esencialidad cristológica, de matriz joánica y paulina por tanto. La eclesialidad viva y esencial de la comunidad de los Hechos de los Apóstoles, recuperando espiritual y concretamente la imagen arquetipo de la comunidad de Jerusalén, a la que, según una famosa expresión de L. Cerfaux, todos los siglos miran. Cuando comienza una nueva realidad pujante en la Iglesia, todos los siglos miran a esa obra maestra del Espíritu que es la primitiva comunidad, del mismo modo que todos los artistas tratan de inspirarse en las obras maestras que encuentran en los museos. También el Padre Poveda ha tenido esta intuición: un retorno constante al momento en que comienza la vida nueva, a cuando nace la Iglesia. Por eso su modelo es la primitiva comunidad cristiana, plasmada por la palabra de Jesús y la acción del Espíritu.

San Pedro Poveda ha llegado incluso, como pocos santos, a sentir como suya la oración sacerdotal de Jesús. Véase el cap. 17 de Juan, comentado por él en Jesús, Maestro de oración, como vértice del ideal de la vida cristiana en la comunión con Dios y entre nosotros, con la clara visión de la espiritualidad de las bienaventuranzas y la fuerza arrolladora de la alegría como virtud netamente cristiana. Lo que él propone es una especie de humanismo de las bienaventuranzas. Me gusta la acentuación de la alegría cristiana que tiene lugar hacia el fin, en la cercanía del martirio, porque yo considero la alegría como un “valor trascendental” de la vida cristiana: junto al amor-verdad, al amor-bondad al amor-belleza, al amor que es alegría. También en esto Pedro Poveda es un profeta anticipador”.

Subraya también su dimensión de fundador no sólo como quien ha formulado una doctrina sino como quien la ha ratificado con su vida. Una vida coherente con su vocación específica al sacerdocio, capaz de generar algo distinto de él, enraizado en el evangelio y llamado a hacerlo presente en la realidad actual:

“Él es maestro y fundador. Es maestro con su doctrina y testigo con su vida. Ha dejado una semilla fecunda, fecundada por el Espíritu Santo, que ha producido un gran movimiento de espiritualidad. Él ha dado a la Institución Teresiana la capacidad de mantener su vocación laical y la capacidad de implicar a otros laicos y laicas en el proyecto de una presencia viva en el mundo, con las características de internacionalidad y de vocación misionera y apostólica y, sobre todo, con la dimensión cultural que son propias del carisma del Padre Poveda, infundido en su Obra”.

Signos antiguos y nuevos para la Iglesia de hoy

La memoria de San Pedro Poveda ha quedado, sobre todo, unida a la fama de su santidad de vida, a la novedad de haber dado un decisivo y concreto estímulo a la misión de los fieles laicos en la Iglesia y en mundo, a su cualificada contribución a la espiritualidad y a la educación, y a la posibilidad de generar proyectos apostólicos dinámicos, capaces de responder desde el propio carisma a las demandas de cada circunstancia, tiempo y lugar.

La Institución Teresiana fundada por San Pedro Poveda, que continúa siendo una Asociación de fieles laicos, de derecho pontificio, presente hoy en un buen número de países de cuatro continentes, ofrece una posibilidad de formación sólida para vivir a fondo las exigencias del bautismo, incluso en entrega total a Jesucristo, y para realizar una misión como Iglesia al servicio del Reino de Dios. Pretende la promoción humana y la transformación social mediante la educación y la cultura y, del mismo modo que las primeras comunidades de seguidores de Jesús, sus miembros iluminan su vida con la Palabra de Dios, la alimentan con la Eucaristía, viven el amor fraterno y hacen del compartir solidario una norma de vida.

Se han cumplido ya los cien años de cuando el joven sacerdote Pedro Poveda comenzaba su acción evangelizadora en las cuevas de Guadix. Entonces, “lo primero que hicimos fue instalar el Santísimo Sacramento en nuestra ermita”, según escribía en 1904, porque “el fundamento de todo progreso moral y material es Jesucristo”. Y después, en cabal coherencia con la vocación recibida ante la Virgen de Gracia de aquella Ermita Nueva, afirmaba con vigor a los miembros de la Institución Teresiana fundada por él:

“Nadie, por mas autoridad que tenga, por más ilustrado que sea, por más virtud de que esté adornado, nadie puede ni podrá jamás poner otro cimiento que el puesto desde el principio, que es Cristo. Esta es nuestra Obra, esta es la doctrina que hemos profesado, y bajo ningún pretexto debemos admitir elementos humanos en lo que en Cristo, por Cristo y para Cristo se fundó”.

Nos encontramos en el entorno del centenario de la fundación de la Institución Teresiana. Cuando en 1974 se cumplían los cien años del nacimiento de san Pedro Poveda, la UNESCO lo presentó al mundo en su calendario bienal sobre la celebración de aniversarios de “personajes ilustres en el campo de la educación, la ciencia y la cultura que han influido profundamente en el desarrollo de la sociedad humana y de la cultura mundial”, como “Pedagogo y humanista español”. A la vez, en la plaza mayor de Linares, sus paisanos le estaban dedicando un monumento con una lápida en la escribieron la mejor síntesis de su biografía: “Al hombre bueno, al fundador, su pueblo agradecido”.

Este hombre bueno, este fundador, este pedagogo y humanista, dejó muy claramente escrito a su fundación en 1929 en qué consiste la mayor bondad, la mejor pedagogía y el más pleno humanismo:

“Porque tengo el convencimiento de que todo es obra de Dios y de que el camino que Dios traza a la Institución es este, quisiera inculcar de tal modo estas verdades en el ánimo [de los miembros de esta Obra] que ni ahora ni nunca se les ocurriera pensar en la práctica de medios humanos, ni desear otros que la oración y la mortificación, ni poner su confianza en nada humano, sino en la misericordia del Señor.

Quizá se me diga: ¿pero a qué viene esto? Responderé que si al presente no se os ocurre pensar de manera distinta, podría acontecer que, pasando el tiempo, os olvidarais de estas verdades y llegarais a pensar que es cosa humana lo que es obra de Dios”.

A los sacerdotes, a quienes, como él, han sido llamados a una particular configuración con Jesucristo, el único mediador, San Pedro Poveda continúa ofreciéndoles el testimonio de su propia actitud, expresada en un apunte personal de 1933:

“Señor, que yo piense lo que tu quieres que piense; que yo quiera lo que tu quieres que quiera; que yo hable lo que tu quieres que hable; que yo obre como tu quieres que obre.Esta es mi única aspiración”.

O dicho, en múltiples ocasiones, de modo más breve: “Cada día deseo más cumplir la voluntad del Señor en todo”; “Cúmplase en mi tu Voluntad siempre y en todas las cosas”; “Todas mis oraciones se encaminan al ‘doce me facere voluntatem tuam’ (enséñame a hacer tu voluntad)”.

La Eucaristía constituía, como no podía ser de otra manera, el auténtico centro de su vida sacerdotal, por lo que abundan en sus escritos súplicas como estas:

“Señor, que cada día celebre mejor el Santo Sacrificio”.

“Hace 36 años que recibí la ordenación de Presbítero. ¿Cuántos más viviré? Sólo Dios lo sabe. A Él pido la gracia de no dejar de celebrar con fervor ni un solo día la Santa Misa”.

En 1933, cuando formula esta oración, no le quedaban muchos años de vida, pero en ellos se cumplió cabalmente lo que había constituido para él una actitud invariablemente mantenida, porque el sacerdote es un hombre de Dios para los demás:

“Hay que hacerse todo para todos, a fin de ganarlos a todos para Cristo. Si hay que velar, se vela; si hay que sufrir, se sufre; si hay que humillarse, se humilla; si hay que pedir limosna, se pide; si hay que enfermar, se enferma; si hay que morir, se muere”.

A los educadores, a los profesores, a los maestros, a quienes habían constituido el centro de sus proyectos y actividad, les repetía estas o parecidas palabras: “Yo os pido un sistema nuevo; un nuevo método; unos procedimientos tan nuevos como antiguos inspirados en el amor”. Y también, ya al final de su vida, en 1935:

“Con dulzura se educa, con dulzura se enseña, con dulzura se consigue la enmienda, con dulzura se evitan muchos pecados, con dulzura se gobierna bien, con dulzura se hace todo lo bueno”.

Esta es la clave de más genuina pedagogía povedana, el único método que él quiso y supo ofrecer, y que planteó desde el comienzo ─1912─ en términos como estos:

“Ha de procurarse que cada discípulo dé de sí todo lo bueno que puede dar, y no es fácil conseguirlo sin darle expansión. Para educar hay que conocer a la persona que se educa; sin este conocimiento, los medios más excelentes serán infructuosos”.

San Pedro Poveda, educador convencido y eficaz, con un tino muy certero para orientar, prudentemente audaz, amable y cercano, confió siempre en los jóvenes.

“¿Quiénes son los más valientes, intrépidos, temerarios, arriesgados? Los jóvenes. ¿Quiénes son los que tienen ideales, los que se olvidan de sí? Los jóvenes. Me preguntaréis ahora qué podéis hacer. ¡Oh juventud, arma poderosa, brazo casi omnipotente, fuerza del mundo! Sea vuestra primera meditación ésta. Somos jóvenes: todo lo podemos. Somos de Dios: todo lo bueno podemos”.

Escribía estas palabras en 1933, casi al final de su vida, sintetizando toda una trayectoria en la que la juventud había ocupado siempre su afecto y actividad.

“Creer bien y enmudecer no es posible. Creí, por esto hablé. Es decir, mi creencia, mi fe no es vacilante, es firme, inquebrantable, y por eso hablo. Los que pretenden armonizar el silencio reprobable con la fe sincera pretenden un imposible”, advertía en 1920 a todos los que se consideraban seguidores de Cristo Jesús. Y añadía: “Los verdaderos creyentes hablan para confesar la verdad que profesan, cuando deben, como deben, ante quienes deben y para decir lo que deben”. De este modo:

“Seriamente, sin provocacio­nes, pero sin cobardías; sin petulancias, pero sin pusilanimidad; con caridad, pero sin adulacio­nes; con respeto, pero sin timidez; sin ira, pero con dignidad; sin terquedad, pero con firmeza; con valor, pero sin ser temerarios”. Podía expresarse así porque ésta había sido, y estaba siendo, su propia experiencia personal. Se refería a una manifestación de la propia fe que en muchas ocasiones deberá ser con palabras y hechos, y siempre, como el sarmiento que está unido a la vid, dejando brotar la vida que circula en su interior. Como aseguraba en 1925:

“Los hombres y las mujeres de Dios son inconfundibles. No se distinguen porque sean brillantes, ni porque deslumbren, ni por su fortaleza humana, sino por los frutos santos, por aquello que sentían los apóstoles en el camino de Emaús cuando iban en compañía de Cristo resucitado, a quien no conocían, pero sentían los efectos de su presencia”.

Lo mismo podría decirnos a los cristianos de hoy.

Fuente: clerus.org